¿La recuerdan? Aquella insólita película de Peter Weir tenía la fuerza y el misterio de una novela gótica. No exagero. El film de Weir, estrenado en 1975, combinaba de forma impecable el esteticismo, el suspense y la sensualidad, aplazando para otra ocasión las teorías que hubieran aclarado su enigmático argumento. Esto último, que forma parte del encanto de la cinta, era muy del agrado de Weir, a quien no le gustan los finales resolutivos.
El propio cineasta ha dicho en más de una oportunidad que rodar consiste en crear vida en la pantalla, y dado que la vida no concluye con unos títulos de crédito, bien está que el espectador resuelva en su imaginación ciertos detalles.
A buena parte del público se le escapó un mérito que ahora, gracias a la publicación del libro de Joan Lindsay, podemos corroborar. Me refiero al respeto que Weir tuvo a la hora de adaptar al cine la novela en cuestión.
Como si fuera el reflejo de un hecho real, Picnic en Hanging Rock nos relata el drama de ese grupo de alumnas que sale del colegio femenino Appleyard para celebrar la fiesta de San Valentín de 1900 en Hanging Rock, una formación pétrea cercana al Monte Macedon, al sur de Australia.
Lo que comienza como una festiva excursión se convierte en histeria colectiva cuando tres de las colegialas y una de sus profesoras desaparecen de forma súbita, como si se hubieran empeñado en perseguir al conejo de Alicia por el laberinto volcánico que viene a ser dicho paraje.
Los intentos de búsqueda –incluido el que protagoniza el joven aristócrata Michael Fitzhubert– son infructuosos, y el impacto del suceso convierte a estudiantes, profesores y lugareños en víctimas de unos hechos que desafían la razón, y que son el caldo de cultivo de oscuros sentimientos.
Que Picnic en Hanging Rock está escrita con una prosa grácil y elegante nadie lo pone en duda, y además es algo que la excelente traducción de Pilar Adón consigue trasladar a nuestro idioma. Por otro lado, el relato es muy sugestivo y alterna las convenciones de la novela gótica y también del whodunit –pensemos en damas del misterio como Agatha Christie y Daphne DuMaurier– con un panteísmo que amplía las fronteras del género y lo tiñe de colores alucinantes.
Creo que gran parte de la singularidad de este libro viene, precisamente, de que es una historia que podría ser auténtica, y por eso ya forma parte del folklore australiano.
Divertida ante la credulidad de sus lectores, Joan Lindsay siempre respondió de forma ambigua a los periodistas que le preguntaban por los acontecimientos reales en los que supuestamente se inspiró.
Aquel juego dio sus frutos: en 1980 Yvonne Rousseau publicó un estudio, The Murders at Hanging Rock, donde arriesgaba diversas hipótesis, algunas de orden paranormal.
¿Fue un asesino el culpable de las desapariciones? ¿O quizá intervinieron los tratantes de blancas? Quien desee resolver el enigma debe tener en cuenta que la propia Lindsay escribió un desenlace distinto al final abierto y ambiguo que ahora presenta el libro.
Ese capítulo final, eliminado de la edición de 1967 por sugerencia del editor, se dio a conocer en 1987 como The Secret of Hanging Rock, y describía un fenómeno espacio-temporal –siempre en el filo de lo inverosímil– relacionado con el dream time de los aborígenes: esa zona borrosa donde la realidad se difumina y las agujas del reloj se detienen.
Por Guzmán Urrero