El volumen que critico es un magnífico conjunto de relatos de diversa naturaleza pero todos con un tiempo narrativo magistral, un dominio total de la elipsis y una capacidad admirable para crear la inquietud en los detalles cotidianos. El mayor terror no está en los mundos extraordinarios sino en los que aparentemente no son más que rutina. Este mecanicismo se rompe de manera sutil, casi imperceptible, como niebla que fuera cubriendo el paisaje sin que nos demos cuenta.
Lale González-Gotta es la traductora y escribe un adecuado prefacio donde establece la agrupación de los relatos. Me voy a detener en un solo ejemplo que considero magistral para provocar en el lector esa sensación que no llega al terror pero que altera el sosiego, que perturba la supuesta quietud en la que nos movemos. La inquietud perturba la percepción y singulariza los hechos.
El último cuento reunido es uno de los mejores y fue muy valorado por Graham Greene, se trata de ‘La botella de Perrier’. Un joven inicia un viaje bastante incómodo para reunirse con su amigo inglés, Henry, que se ha trasladado a vivir al desierto, a una fortaleza, cristiana y árabe. Un lugar bastante inhóspito. En un patio interior una higuera exuberante consume toda la humedad del aljibe. Wharton emplea el verbo ‘succiona’ como un vampiro. Observemos este texto: «Más allá, a uno y otro lado, se extendía el misterio de las arenas, doradas como promesas, lívidas como amenazas, según las cubriese o descubriese el sol».
En principio, ¿qué tienen de misterio las arenas?, ¿cómo se pueden calificar de lívidas y amenazadoras? Aquí está la clave y el lector tiene que poner mucho de su parte. En este punto del principio del relato las pinceladas van creando el ambiente. El anfitrión ha salido para ver unas ruinas y un criado lo recibe. El joven Medford se sintió bien, podía dedicar un poco de tiempo a si mismo. En medio del desierto el lugar era confortable pero y ¿el criado? En poco más de dos líneas se le describe y nos produce inquietud, esa mirada de perplejidad.
Descubrimos que el criado nació en Malta y es inglés; sin venir a cuento, le dice al invitado que le hubiera gustado visitarla exposición de Wembley de 1924 pero que su señor no se lo ha permitido aunque se lo prometió. Ahí queda como algo extraño. Medford está convaleciente y no puede tomar vino, prefiere agua mineral y el criado le ofrece Perrier.
«Y algo había de vaporoso e insustancial en el ambiente (…) Bajo el aire claro y burlón todo parecía el espejismo de un caminante del desierto». «El criado permaneció inmóvil unos instantes, mirandole, transformado a la luz de la luna en una espectral figura blanca, el inquieto fantasma…», la atmósfera se va adensando aunque no pase nada. El tiempo se detiene y el texto adquiere nivel de irrealidad. ¿Dónde está el dueño de la casa? El misterio va cubriendo mansamente la historia.
La lentitud, lente plano a plano, las suposiciones y los huecos en la acción. Llegará la caravana y traerá el agua Perrier y Medford no tendrá que beber agua hervida. También puede marcharse de este lugar que se ha vuelto desagradable, de este lugar donde no hay nada que hacer, donde el edificio se va convirtiendo en un laberinto de planos, en una especie de arquitectura fantástica. La Perrier no llega. La luna juega con las sombras y la plata en el patio donde está el aljibe. Medford quiere buscar a su anfitrión pero el criado se opone. El invitado se cree preso de una broma de mal gusto o de una maldad premeditada. No me importa el final, es lo de menos. Lo que me importa es la maravilla de texto. Por cierto, quedan muchos otros magníficos. Léase.
Antonio Garrido