“Ha de causar una impresión resuelta pero sumisa. Subir al patíbulo con paso firme, pero no tan rápido que dé una imagen soberbia. Créame, Woyzeck. Muchos han fallado en eso. Se han creído fuertes en el momento fatal y han avanzado con pasos ágiles, pero solo han conseguido dar la impresión de desafío y de frivolidad. Es un difícil equilibrio, Woyzeck. Solo el más hábil lo domina”.
El caso estaba claro: el reo no negaba el crimen y los testigos lo corroboraban. Sin embargo, el asunto se alargó tres años: un proceso minucioso y exhaustivo durante el cual se intentó determinar el estado mental del acusado. Informes médicos, largas conversaciones (“interrogatorios”) con el consejero real Johann Christian August Clarus, en los que se valoraron opciones como (nótese que estamos en los inicios del siglo XIX) locura transitoria, trastornos mentales… Woyzeck repetía a menudo que “oía voces” y la defensa alegó que el encausado actuó en estado de confusión y apatía, y por esa razón no podía exigírsele responsabilidad total de sus actos. Finalmente, nada sirvió para atenuar la pena capital y Woyzeck fue llevado al cadalso que había sido levantado en medio del mercado; contaba 38 años de edad cuando se puso fin a su vida, ante una multitud de miles de personas.
Hace bien poco, y por puro azar (casualidad causal), he leído un libro acerca de los crímenes que cometió un individuo llamado Ernst Wagner en la pequeña ciudad alemana de Mülhausen. En septiembre de 1913 Wagner asesinó en su casa a su mujer y dos hijos, y luego por las calles de la ciudad mató a nueve personas e hirió a una veintena, hasta que varios ciudadanos lograron reducirle. En El caso Wagner, escrito por el psiquiatra alemán que trató a Wagner, Robert Gaupp, este le diagnosticó una paranoia en su forma más pura y clásica; aunque jamás negó los hechos e incluso pidió morir, Wagner fue ingresado en un hospital psiquiátrico donde acabó sus días décadas después. Esto sucedió un siglo más tarde que el crimen de Woyzeck. Este no tuvo tanta suerte como Wagner. O tal vez sí, quién sabe. Quienes no la tuvieron, en cualquier caso, fueron las víctimas.
Pero volvamos al caso de Woyzeck, personaje con quien Wagner tiene no pocas semejanzas, aunque también muchas diferencias. Y, más que al caso, a la novela escrita por Steve Sem-Sandberg, un sueco afincado en Noruega y miembro además de la academia sueca. W. es la historia de un crimen que empieza por el final, con el culpable ya entre rejas y a punto de hacer una reconstrucción de los hechos. No es esta una novedad, comenzar con lo que en una secuencia temporal correspondería a los capítulos finales, o incluso al epílogo. Películas hay unas cuantas que emplean ese recurso: El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard), Irreversible, 12 monos, American Beauty, Ciudadano Kane… Y novelas, con variantes y particularidades, no las hay menos. Me viene a la cabeza el comienzo de El nombre de la rosa de Umberto Eco: “Naturalmente, un manuscrito”. Alguien encuentra un manuscrito medieval en el que un monje ya anciano cuenta la aventura que vivió en su juventud en la abadía de Melk junto a fray Guillermo de Baskerville. La aventura ya es pasado, los hechos ya han sucedido, estamos al final del camino y solo queda echar la vista atrás para contarlos. Eso hace Sem-Sandberg: se erige en narrador de la historia de Woyzeck, quien sentado frente a sus inquisidores recuerda y recrea todo lo vivido desde su nacimiento. A veces al narrador le echa una mano el propio Woyzeck, se hace dueño del relato y lo cuenta en primera persona. Y no lo hace mal.
La historia comienza ausente de referencias temporales; las reflexiones íntimas de un reo, entreveradas con la confesión de su crimen, no aportan demasiadas pistas. Tampoco hacen falta, tal vez haya pensado el autor, puesto que la historia de Woyzeck no es totalmente desconocida, como ya hemos visto, en especial en el país germano: pocos años después de los hechos, en 1836, el dramaturgo alemán Georg Büchner (cuya muerte prematura le privó de convertirse en un autor de la talla de Goethe, según se dice) inició la redacción de una obra de teatro sobre el caso, que quedó inacabada. Desde entonces se han hecho adaptaciones, versiones, propuestas de finalización, que han inspirado una ópera, varias películas y hasta un musical.
Volviendo a la lectura, poco a poco las pistas cronológicas van apareciendo, y el lector ignorante de que Woyzeck existió realmente comienza a ubicar espaciotemporalmente la historia. El protagonista, Johann Woyzeck, rememora una infancia dura, su paso por varios amos para ganarse la vida, el alistamiento en el ejército y las penurias que pasa mientras permanece uniformado. Son tiempos de las guerras napoleónicas y la terrible campaña rusa; Woyzeck padece las miserias de la guerra al igual que sus compañeros de filas. Poco importa en qué bando sirva o quién sea el enemigo: la pavorosa muerte, la desesperación, la tragedia de la guerra se ceban en todos ellos.
No contaré nada más, descúbralo el lector leyendo la novela. De todos modos, la baza principal de W. no es el argumento; no puede serlo si las primeras páginas ya anticipan el final. Sem-Sandberg utiliza como excusa, como hilo conductor, la vida de Woyzeck, su crimen y su condena, para retratar lo que podríamos llamar la salud mental de toda una época. En efecto: por un lado, destaca la construcción de la personalidad de Woyzeck. En una ocasión una mujer le dice que “en tus cabales no estás, Wutzig, pero tampoco hay en ti maldad alguna” (Wutzig es uno de los varios nombres que el protagonista tiene en la novela). Y ciertamente, desde el principio se intuye que algo le pasa, que no es “normal” (¿y qué significa “normal”, después de todo?). ¿Padece su cerebro algún tipo de discapacidad? Se le describe como “ese tipo de personas a las que el destino ha arrojado a territorio enemigo. No posee patria ni techo. Todo aquello que ha emprendido con la intención de procurarse una posición mejor ha fracasado”. Él llega a decir de sí mismo: “Llevo mucho tiempo tratando de comportarme lo mejor posible. Trabajé, pero de nada me valió. No hice sino hundirme cada vez más en la perdición. Sea, pues, de mí lo que deba ser, no podré evitarlo. Soy consciente de que me costará la cabeza. Asumo ese destino, pues bien sé que algún día he de morir de todos modos”.
Y por otro lado, la sordidez y crudeza de los escenarios y situaciones, el horror de la guerra, la miseria moral y material de la sociedad, ofrecen un escenario infeliz y desolador. Y las actitudes de los seres con los que Woyzeck se cruza tampoco brillan por su “normalidad”. Más bien lindan con la locura. Durante la campaña rusa, por ejemplo, los soldados se comportan con un deshumanizado salvajismo fruto de la desesperación. Es esta una novela cruda, oscura y asfixiante por momentos. Como la propia mente de Woyzeck. Y el estilo contribuye a crear esa sensación de cerrazón, de no poder respirar ni ver la luz. No hay diálogos, al menos no al modo habitual, sino que aparecen integrados en el texto o encabezada cada alocución por el nombre de quien la dice, al modo de un guion teatral. Formalmente, pero también por la excelente construcción de una atmósfera opresiva, el estilo recuerda un poco al Cormac McCarthy de No es país para viejos, La carretera o Meridiano de sangre.
Steve Sem-Sandberg presenta en esta obra un panorama desolador de la sociedad de las primeras décadas del siglo XIX. Desolador como la mente de Woyzeck. Una novela interesantísima que conviene no dejar pasar.
—Cavilius, Hislibris, 10 de mayo de 2023