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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

La segunda vida de Mungo Park

«Música acuática es, por encima de todo, un homenaje a la literatura. Un clásico moderno en toda regla, a la altura de los más grandes».

“Cada hombre no es sólo él mismo / ha habido muchos Diógenes, y otros tantos Timones, / aunque pocos con ese nombre; / los hombres son vividos una vez tras otra.” Sir Thomas Browne

Ebenezer Cooke existió al menos dos veces, en la Maryland del siglo XVIII y en las páginas de El plantador de tabaco, la gran novela de John Barth. Lo mismo sucede con Charles Mason (que no Manson) y Jeremiah Dixon, artífices de la línea Mason-Dixon que dividió buena parte de los Estados Unidos a finales del siglo XVIII y protagonistas de la genial Mason y Dixon, de Thomas Pynchon. También tuvo dos vidas Mungo Park, explorador escocés del mismo siglo que fue “transubstanciado” al papel en esta novela, la primera, de T. Coraghessan Boyle (Tom para sus amigos).

Pese a las diferencias que existen entre ellas, las tres novelas proponen una historia apócrifa, alternativa al relato oficial de los hechos. En Música acuática, Mungo Park va tomando nota de todo lo que observa en su expedición por la cuenca del río Níger (“Para eso estoy aquí”), pero “¿atenerme a los hechos y nada más?”, se pregunta, “eso es algo que los lectores ingleses nunca aceptarían. Si quieren hechos, pueden leer las actas oficiales de los debates del Parlamento británico”. También para Pynchon, “Los hechos son juguetes con que se distraen los abogados, son peonzas y aros, siempre girando”. Por boca del Reverendo Cherrycoke, Pynchon viene a decir que la historia y la verdad no suelen caminar de la mano, y que, dado que la historia se cuenta en función de los intereses de quienes detentan el poder, es preferible que la cuenten: “fabuladores y falsificadores, vendedores de baladas y chiflados de todo pelaje, maestros del disfraz que le proporcionen el traje, el tocado y el porte, y un discurso lo bastante ágil para mantenerla alejada de los deseos (incluso de la curiosidad) del gobierno”. Aunque la novela de Boyle se publicó diecisiete años antes que Mason y Dixon, el otro protagonista de Música acuática, Ned Rise (que sólo tiene una vida de papel), parece encarnar a la perfección a uno de esos narradores ideales de la historia de los que habla Pynchon. Ned Rise es un estafador, el artífice de uno de los primeros espectáculos porno del Soho londinense, un maestro del travestismo, un ladrón de cadáveres… En definitiva, uno de esos granujas de medio pelo cuyo discurso se mantiene a millas de distancia de las garras del gobierno.

Desde su arranque es evidente que Música acuática se narra desde una perspectiva distinta a la oficial. Ya en la primera página nos encontramos al moro Alí, emir de Ludamar, escudriñando “las pálidas y arrugadas nalgas de Mungo con la actitud de un gastrónomo examinando una mosca en su vichysoisse”. A diferencia de la perspectiva cenital desde la que los colonizadores acostumbran a mirar a los colonizados, aquí son los “pobres negritos del África tropical” los que dejan con el culo al aire al hombre blanco, aireando sus vergüenzas sin ningún pudor. La crítica al imperialismo es sutil, pero omnipresente en la novela. Así, el más civilizado de todos los personajes, la auténtica voz de la razón, no es un hombre blanco, sino Johnson, el esclavo negro que acompaña a Mungo en sus expediciones y que, a cambio de sus servicios, lo único que pide es un ejemplar de un libro de Alexander Pope firmado por el autor.

Como todas las buenas novelas, Música acuática tiene varios niveles de lectura. En la superficie, nos encontramos con una entretenida novela de aventuras al estilo del mejor John Barth (el de El plantador de tabaco) o de E. L. Doctorow (pero con más gracia). En esta línea, un crítico del Boston Sun dijo que la novela de Boyle revitalizaba el género del mismo modo que En busca del arca perdida lo había hecho con el cine de aventuras. Pero, si uno hace como Mungo Park y se para a escuchar lo que arrastra este Níger, notará que en el fondo resuenan también otras novelas. De hecho, William H. Gass señaló que el título del libro, además de a Händel, remitía a Joyce (el poeta escocés Hugh MacDiarmid escribió un poema llamado “Water music” homenajeando a Anna Livia Plurabelle, la mujer-río que protagoniza Finnegans Wake). Como dice el propio Boyle, Música acuática es pura metaficción. Así, los títulos de algunos capítulos (“Exquisiteces de Chichikov”, “El corazón de las tinieblas” o “Ni Twist, ni Copperfield y ni siquiera Fagin”) aluden a Gógol, Conrad o su admirado Dickens. Las páginas en que se narra la venida al mundo de Ned Rise, cuya “niñez fue tan depravada que, de haberla imaginado, hasta un Zola hubiera sentido escalofríos”, pueden leerse como un homenaje al escritor inglés. Y tampoco faltan en estas aguas el cameo del Monstruo del Lago Ness o un guiño a Pierre Menard, creador de la “técnica del anacronismo deliberado” que “puebla de aventura los libros más calmosos” y que, de tanto ser invocado por unos y por otros, va a acabar por volver a la vida (en papel o en carne y hueso, no sabría decir)… Música acuática es, por encima de todo, un homenaje a la literatura. Un clásico moderno en toda regla, a la altura de los más grandes.

Rebeca García Nieto