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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

De ‘La chica que vive al final del camino’ y Pippi Calzaslargas a películas como ‘Tin & Tina’ o ‘Alma viva’, este verano hay que dejar que los niños se acerquen a nosotros… pero con mucho, mucho cuidado

En realidad, Rynn, no es mala. Con trece años recién cumplidos, a punto de traspasar la frontera de la pubertad, es una jovencita inglesa culta, educada, inteligente e independiente que vive “al final del camino”, en un pequeño pueblo americano de la Costa este.

Sí, quizá es un poco extraño que su padre nunca se deje ver, que no vaya al colegio y que los adultos que la visitan -no siempre con buenas intenciones- desaparezcan misteriosamente. Pero, ¿por qué no la dejan en paz? ¿Por qué todos los adultos tienen la mala costumbre de entrar sin llamar? ¿Por qué tiene una chica tan especial que convertirse en otra niña vulgar y corriente, como todas las demás?

El guionista y escritor Laird Koenig -recientemente fallecido con 95 años- concibió hacia 1974 La chica que vive al final del camino, que acaba de reeditar Impedimenta en excelente traducción de Jon Bilbao, pensando en términos teatrales. Algo que la estructura prácticamente en tres actos y la casi obvia unidad de tiempo y espacio de los mismos permite adivinar, dando a la novela un agradecido aire de comedia de misterio al estilo de La huella de Anthony Shaffer o las obras de Agatha Christie, para quien hay también algún guiño en sus páginas.

Aunque Koenig la convertiría en pieza teatral en 1997, la novela cobró fama gracias a su adaptación cinematográfica, dirigida por el húngaro de nacimiento y francés de adopción Nicolas Gessner en 1976, con guion del propio autor.

La muchacha del sendero ofreció una de sus primeras oportunidades a una jovencísima Jodie Foster en el papel de Rynn, acosada por un siniestro Martin Sheen. Producción franco-canadiense, inusualmente fiel a la novela (aunque suavizando algunos detalles, siempre hay que leer el libro), despertaría fascinación e indignación a partes desiguales, tanto por su trama y personajes como por una escena de desnudo que, en realidad, corrió a cargo de la hermana mayor de Jodie. Quizá quienes pusieron el grito en el cielo acusando al filme de sexualizar a su protagonista hubieran debido echar un ojo a las obras de Freud, Lacan y Piaget.

Por supuesto, el filme de Gessner se convirtió en clásico de culto automático. Un thriller perverso y romántico, entre la exploitation y el manifiesto libertario a favor de una infancia desencadenada, de espaldas al mundo adulto, más allá del bien y del mal.

Años perversos para niños perversos 

La chica que vive al final del camino llegó en una época plagada en la ficción de niños inquietantes e incluso abiertamente malvados. La década de los setenta. Un momento histórico que, tras Vietnam, el Watergate, el asesinato de los Kennedy, la masacre de la Familia Manson y el desastre del concierto de Altamont, en 1969, firmó la sentencia de muerte para el movimiento hippie. Es decir, para los “niños de las flores”. Era el fin de la infancia tal y como la conocíamos.

Rynn, el personaje creado por Koenig, bien podría encarnar esta pérdida de la inocencia. Con su elegante chilaba, hija de un poeta maldito y amante ella misma de la poesía de Emily Dickinson, aficionada al té, educada para la diferencia y para desafiar las convenciones, no dudará en recurrir a soluciones radicales para sobrevivir, manteniendo su independencia frente al mundo, su feroz individualismo y su rechazo del orden establecido por encima de todo. Pero al hacerlo, perderá también la ingenuidad y el candor que se le suponen a la infancia.

La chica que vive al final del camino es uno de los ejemplos más sofisticados del ejército de infantes oscuros que invadió páginas y pantallas en los setenta. Una infernal cruzada de los niños encabezada por la pequeña Regan de El exorcista (1971) de William Peter Blatty, novela y película de 1973; el Damien de La profecía (1976) y sus secuelas; la siniestra y dulce Bonnie de La enviada (1976) de Bernard Taylor (también llevada a la pantalla); la sensual Christa Hayden de La piel de Satán (1971), paradójicamente bautizada como Angel; el no menos angelical Mark Lester de Diabólica malicia (1972); la perversa pareja de quinceañeras satánicas de la polémica Mais ne nous délivrez pas du mal (1971), los bebés mutantes de Estoy vivo (1974) y sus continuaciones, los niños asesinos de Acoso mortal (1974), la pequeña Rosalie y su amigo zombi de La niña (1977) o la ya adolescente Carrie (1974) de Stephen King.

Punto y aparte merecen las precoces niñas de Siempre hemos vivido en el castillo (Minúscula), novelita de la maestra del terror psicológico Shirley Jackson, publicada en 1962; El otro (1972), fascinante gótico americano de Robert Mulligan sobre un niño y su misterioso hermano gemelo, en una granja de la América profunda, basado en excelente novela de Tom Tryon (Impedimenta), y ¿Quién puede matar a un niño? (1976), clásico del terror ibérico a la luz del día, con cuya sanguinaria chavalada Ibáñez Serrador y Juan José Plans, autor del libro original El juego de los niños (La Página Ediciones), se adelantaron a los famosos “chicos del maíz” de Stephen King.

Más allá del bien y del mal

Lo mejor de La chica que vive al final del camino es que, cuestionando de forma inteligente y perversa nuestras presunciones sobre la inocencia y bondad infantiles, no cae ni en su satanización ni en su victimización. Al poner al lector del lado de la mirada del niño, le obliga a cambiar de perspectiva, a convivir con la realidad de que puede ser tanto un ángel como un demonio. Más aún: que puede ser ambas cosas a la vez.

Las ficciones de malignos niños diabólicos o alienígenas, como la reciente y estupenda sátira de Superman El hijo (2019), excusan el perverso y homicida comportamiento de sus pequeños villanos escudándose en el hecho de que estos se encuentran poseídos o son, en realidad, criaturas extrañas, inhumanas y monstruosas. Siempre será más interesante el retrato del niño como una fuerza de la naturaleza cuya inocencia, como la de la propia naturaleza, no es sino un mito. O, mejor dicho, una simple confusión: porque en realidad el mal puede ser tan inocente como la inocencia malvada.

Confundir inocencia con bondad es cegarse ante el carácter amoral de la infancia. Ante su egoísmo desprovisto de prejuicios, que puede inclinarse tanto hacia lo que llamamos el bien como hacia su opuesto, en función de la satisfacción inmediata y de múltiples variables que los adultos ya no podemos ni queremos entender o admitir, aislados en el tiempo del niño que fuimos y socialmente condicionados para ignorar lo que de él conservamos.

Ni el mal es producto del pecado original, primitiva metáfora religiosa para justificar lo que la genética investiga hoy día, ni tan sólo un constructo social artificial ajeno al ser humano, absolución laica para todos los pecados que cometemos, justificados e injustificables.

Portada de 'Matemos al tío'

Uno de los mejores ejemplos de infancias amorales e irresistiblemente divertidas al tiempo lo encontramos en Matemos al tío (1963), de la escritora canadiense Rohan O´Grady, llevada al cine por William Castle y editada también, con estupenda portada de Edward Gorey, por Impedimenta (la editorial que más hace por difundir la infancia perversa en nuestras librerías).

Aquí, Barnaby Gaunt de diez años y su amiga Christie, traviesos en grado alarmante, tendrán que enfrentarse al diabólico tío del primero, quien planea su muerte para heredar una fortuna. Deliciosa comedia negra de resabios góticos, sus niños no son ni buenos ni malos, sino todo lo contrario, pero, ignorados por los adultos, harán, como Rynn, lo que sea para sobrevivir.

Quizá estemos gestionando así no solo nuestro eterno temor a la pura e inocente maldad del niño, sino también el nuevo miedo a que un día se venguen justamente de nosotros por tratarlos como idiotas. Porque los niños juegan siempre según sus propias reglas, no las nuestras. Como dijo una vez Ray Bradbury: “Los niños me adoran porque escribo historias que les hablan sobre su capacidad para el mal”. Si les privamos de ese placer en la ficción… ¿No querrán jugar con nosotros, literalmente, en la realidad?

—Jesús Palacios, El Cultural, 8 de julio de 2023