Que el debate en torno al devenir de la literatura europea en el último medio siglo entraña una cuestión pendiente en lengua española lo demuestra la escasa divulgación en la misma de la obra de Antonio Moresco (Mantua, 1947), muy a pesar del esfuerzo notable y quijotesco de algunas editoriales independientes. No obstante, lo que anuncia una figura como Moresco es que buena parte de la metamorfosis del corpus alumbrado tras el dichoso binomio Joyce / Proust (añadan a Eliot, Svevo o a quien consideren) ha permanecido soterrada durante décadas, en una zona de sombras aún vigente en gran medida. Parecía que bastaba con que un referente como Milan Kundera, garante de continuidad para la mejor tradición prendida en Cervantes y crecida en Sterne y Diderot, hubiese sido celebrada y leída hasta la extenuación para tranquilizar a la conciencia crítica menos exigente; pero, a poco que levantemos la alfombra, no habrá más remedio que admitir otra evidencia: al organismo llamado literatura europea también le gusta arrojar los dados a donde no siempre podemos verlos. Moresco es un ejemplo ilustrativo de escritor invisible consagrado en su madurez como autor de culto, muy a pesar de una iniciación tardía (publicó su primer libro de cuentos, Clandestinità, cuyo título bien puede entenderse como una declaración de intenciones, en 1993) debida, principalmente, a la resistencia ejercida por el mundo editorial a la hora prestar atención a su obra, pero también a una vocación que nunca tuvo prisa a la hora de traducir la experiencia en escritura. Curiosamente, Moresco es un autor diverso, firmante de novelas y libros de relatos pero también de ensayos políticos de alto voltaje y hasta libros infantiles; y sería injusto considerarlo un escritor difícil, porque no lo es, pero sí tenemos aquí a un escritor único en la más pura acepción del término, y es esta singularidad, este enraizamiento tan decidido en las afueras, lo que hace de Antonio Moresco ese bicho raro a prueba de editores indulgentes. Tal y como sostiene Daniel Pennac, admirador irredento, Moresco no se parece a nada, y pocas veces semejante afirmación resulta tan dotada de sentido. Pero al lector en lengua española le faltaban aún argumentos sólidos para hacerse una idea fiel al respecto. Hasta ahora: la editorial Impedimenta publica estos días, con la afinadísima traducción de Miguel Ros González, Los comienzos, novela que constituye la primera entrega de la trilogía Juegos de la eternidad, la obra mayor de Moresco y, sí, emblema por derecho de la mejor literatura reciente. Si algún lector creía haberlo leído todo sin pasar por Moresco, aquí podrá darse cuenta de hasta qué punto debe empezar de nuevo.
Con un rango tan excepcional, resulta complicado al ejercicio del crítico destacar claves fundamentales, pistas esenciales, ejes predominantes. Afortunadamente, en los textos que aporta a modo de introducción y que incluye la edición de Impedimenta, Moresco ofrece sus particulares guías. El autor italiano invirtió quince años, entre 1984 y 1998, mientras desempeñaba otros oficios, en la escritura de Los comienzos (en total, dedicó treinta y cinco años a completar los tres volúmenes de Juegos de la eternidad). Tal plazo quedó distribuido entre cuatro años de escritura (a cuyo fin había gestado un manuscrito de ochocientos treinta folios) y once años de revisión, una tarea de proporciones titánicas en la que Moresco partió siempre de la primera versión, perpetuamente intervenida, a la hora de pulir y reducir el material: “Nunca reescribí desde cero ningún párrafo. En ese sentido, existe una sola versión. (…) Sigo creyendo, como cuando era niño y no tenía ni idea de estas cosas, que la forma inicial y urgente que adopta una obra posee una fuerza viva e intangible que soy incapaz de considerar arbitraria e intercambiable”. Durante muchos años, antes de la escritura, fue Los comienzos un libro soñado, anotado en todo tipo de soportes efímeros por un Antonio Moresco que decidió, a pesar de los numerosos rechazos editoriales a los que ya había hecho frente, partir de una concepción mucho más radical que en sus anteriores libros: “Soñaba con algo que no fuera solo una recta o solo una curva, solo tiempo o solo espacio, solo narración o solo contemplación, sino que fuese a la vez una recta y una curva, que albergase en su interior la recta y la curva. No solo el movimiento o la inmovilidad, sino la inmovilidad dentro del movimiento y el movimiento dentro de la inmovilidad”.
El protagonista de Los comienzos, dueño de la voz narradora, atraviesa tres periodos vitales correspondientes a las tres partes en que se divide la novela: la primera como “seminarista silencioso”, la segunda como “agitador revolucionario” y la tercera como “escritor subterráneo”. Estas fases se corresponden con la biografía del propio Antonio Moresco, pero poco o muy poco hay en ‘Los comienzos’ de autobiográfico. Se trata, más bien, de una reconstrucción del mundo a través de la escritura que no se conforma con las convenciones narrativas de la literatura ni de la memoria, sino que busca soluciones donde nadie se había atrevido antes: “Hay que inmovilizar el mundo para poder abrirlo de par en par y atravesarlo”. Si Los comienzos es una obra sobre el tiempo y el espacio, sobre el modo en que ambas magnitudes son la misma cosa, los acontecimientos que narra se atienen a la premisa de que en estas coordenadas cambio y permanencia son, también, trasuntos de la misma sustancia. Moresco puede parecerse a Proust, a Joyce, a Cartarescu, a los referentes que podamos convenir, pero logra hacer todo esto por su cuenta con una escritura clara, exenta de alardes, sosegada, cernida entre el humor y el deseo (con personajes impagables como La Melocotón, el Gato y otros miembros de esta galería inolvidable, cercana a veces a la parodia en un sentido próximo a Samuel Beckett), que evita las fáciles soluciones dualistas a la hora de abordar la religión, la revolución y el arte como sedimentos significativos de la experiencia. “¿Será esto la gracia?”, se pregunta el narrador al final de su formación sacerdotal. Y es esta misma pregunta la que corresponde al lector de Los comienzos cuando comprende que toda aquella exploración sostenida durante décadas por Antonio Moresco para terminar esta obra iba dirigida a que también él, o ella, figurase como autor insustituible de la misma. Pocas veces el acto de la lectura, el más religioso, el más político, el más artístico, se nos había presentado tan creador como en estas páginas. Con el mundo entero al alcance de la mano. —Pablo Bujalance, Diario de Sevilla