«Las palabras, en un primer momento, empiezan siempre así… (…) Cuando una sale de la boca, ya no hay quien la detenga. (…) La palabra se expande cada vez más, levanta papeluchos, reúne ondas sonoras llegadas de todas partes, abarca pequeñas y grandes transferencias de energía, desplazándose de un punto a otro del espacio, y de ese modo empiezan a formarse frentes meteorológicos vocales. Ya ni siquiera se sabe si arrastra o es arrastrada.»
Este pasaje de Los comienzos, el volumen con el que Antonio Moresco abre su trilogía ‘Juegos de la eternidad’, no solo valdría para resumir el efecto hipnótico que nos provoca su prosa, sino que, si la interpretamos como uno de los guiños metaliterarios que cruzan esta historia, también serviría para describir la envolvente arquitectura verbal de esta obra magna de la literatura italiana contemporánea.
Esas palabras que se expanden, como afirma Moresco, se suceden con precisión y originalidad a lo largo de cada página, arrastrándonos a un universo autónomo y profundamente libre, tanto en la forma que adopta el relato —minucioso y atento al detalle— como en los temas a los que, desde la observación de lo concreto y hasta de lo minúsculo, nos asoma a su autor.
Planteada como un relato con tintes autobiográficos, Los comienzos nos narra las peripecias de un personaje sin nombre que comienza siendo seminarista, continúa sumándose a la lucha política de la izquierda y acaba intentando ser escritor, tres etapas que atravesó el propio Moresco y de las que se vale para construir una historia en la que se nos invita a reflexionar sobre cuestiones tan ambiciosas y, a la vez, tan presentes en nuestro día a día como la religión, el compromiso político o la naturaleza del arte.
Escrita, tal y como explica el propio autor en el prólogo, a lo largo de quince años, Los comienzos se divide en tres partes que se ajustan a los tres hitos biográficos del personaje protagonista.
En la “Escena del silencio” asistimos a sus días de seminarista y conocemos a un repertorio de personajes sin nombres propios —presentados por apodos como la Melocotón o el Gato— que aparecen y desaparecen a lo largo de la novela con la misma libertad con que esta se va contando ante nuestros ojos.
En la “Escena de la historia”, se nos invita a compartir viaje con el protagonista, yendo de pueblo en pueblo para tratar de convencer a quien lo escuche de sus ideas revolucionarias, a pesar de que apenas haya gente en las plazas donde el otrora seminarista decide probar suerte con esta nueva forma de evangelización: un discurso social con el que pretende aunar el ser con el hacer y que no parece encontrar un auditorio suficiente.
Por último, en la “Escena de la fiesta”, nos convertimos en testigos de su denodado esfuerzo por conseguir una cita con un editor aparentemente interesado en publicar el mismo libro que estamos leyendo. En este tramo final de la novela, donde no faltan pasajes llenos de humor absurdo, resulta imposible no identificar los ecos kafkianos que nos remiten, inevitablemente, a los laberintos de El castillo.
Tres partes que no son solo son tres etapas consecutivas, sino también las tres vidas posibles de un mismo personaje. Tres identidades que nacen de una misma raíz y en las que el tiempo, dibujado con maestría por Moresco, es un actante y protagonista más: «El tiempo permanecía en un estado de gestación constante, como siempre que se da cuerda a un despertador». Su presencia, ya desde esa «eternidad» en el título de la trilogía, es tan ineludible en esta novela como en nuestra vida y su autor logra dominarlo a su antojo gracias a un prodigioso manejo del ritmo narrativo.
Pero lo que quizá no espere el lector que aún desconozca la trayectoria literaria de Moresco es que su hondura filosófica —porque su mirada sabe detenerse en lo minúsculo sin caer en la banalidad— se combina con un particular sentido del humor que brilla en situaciones como los mítines sin público de la “Escena de la historia”, el retrato de la galería de secundarios de la “Escena del silencio” o la reunión imposible de figuras literarias en la “Escena de la fiesta”, que acaba siendo tanto una celebración agridulce del oficio de escritor como un interrogante abierto —e incómodo— sobre los obstáculos e imposibles que rodean el trabajo creativo.
Mención aparte merece la magnífica traducción de Miguel Ros González y la cuidadísima edición de Impedimenta, que tan habituados nos tiene a la excelencia en todos sus títulos. Sin duda, Los comienzos está destinada a ocupar un lugar sobresaliente en su selecto catálogo, tal y como corresponde a una obra inclasificable, única y que, más allá de las comparaciones posibles con Proust, Joyce o Cartarescu, destaca por su brillante y singularísima personalidad. —Nando López, Zenda Libros