Durante décadas se mantuvo el escritor italiano Antonio Moresco (Mantua, 1947) en la esfera menos visible de la literatura hasta la publicación en 2011 de Los comienzos, primera entrega de la trilogía Juegos de la eternidad, un proyecto descomunal al que dedicó nada menos que treinta y cinco años en el más estricto silencio. Ahora, la editorial Impedimenta publica en España, con la traducción de Miguel Ros González, esta obra que ha situado a Moresco en la primera línea de la narrativa europea y en la que el autor brinda, con un inédito despliegue de medios, un perfil autobiográfico como seminarista, revolucionario anarquista y escritor en la sombra. Esta semana, Moresco presentó su obra en España y atendió a este periódico para la realización de esta entrevista.
–Su obra se había publicado hasta ahora en España sólo de manera puntual. ¿Qué impresión suscita en usted ahora el lanzamiento de Los comienzos en castellano?
-Me siento muy ilusionado. Tanto que te diría que lo estoy viviendo como un nuevo comienzo. Es muy importante para mí que se conozca mi obra en España, porque estoy muy ligado a este país. El primer motivo de esta unión tiene que ver con mi apellido, que conserva la memoria de los antiguos moriscos. Y después hay otros muchos, entre lo personal y lo literario.
-Sin embargo, todo apunta a que el italiano, como su lengua materna, es un protagonista más de esta novela, dado el aprovechamiento que hace del idioma para contar lo que quiere contar.
-Mi intención era, desde el principio, que el lector pudiera ver el mundo tal y como yo lo veo. Y para eso tuve que inventarme nuevo, distinto, propio. Por supuesto, la lengua en la que se escribe es un instrumento que hay que emplear para decir lo que quieres decir, pero, a partir de aquí, si quieres decir ciertas cosas, si quieres que el lector vea el mundo como tú lo ves, tienes que llevarte esa lengua a otro sitio hasta hacerla nueva. Un escritor plano puede escribir páginas hermosas, pero, inevitablemente, habrá muchas cosas que no pueda decir, que no estén a su alcance. Para inventar un mundo, hay que inventar también un idioma.
–Eso me recuerda a lo que afirmaba Wittgenstein sobre la coincidencia de los límites del lenguaje y los límites del mundo. En su caso, ¿qué fue lo primero, el idioma o el mundo? ¿Fue la palabra la que moldeó la realidad, o fue el descubrimiento de la misma la que llevó a articular su manera de nombrarla?
-Esta es una pregunta muy interesante a la que, me temo, no es fácil contestar. Me cuesta dilucidar qué fue antes, si el mundo o su descripción. Pero supongo que lo deseable es que las dos cosas sucedan a la vez. Si veo el mundo del que quiero escribir y después creo la lengua para nombrarlo, estoy abriendo una distancia indeseable. En gran medida, el impulso principal a la hora de escribir Los comienzos era evitar esa distancia. Tenía la necesidad de poder hacerlo todo a la vez, de alumbrar el mundo y sus palabras.
–Si aceptamos Los comienzos como un ejemplo de escritura autobiográfica, ¿quién ha perdurado más en usted, el seminarista, el revolucionario o el escritor secreto?
-Imagino que me siento más cerca del escritor secreto. Es el más cercano a mí en el tiempo y el que más tiene que ver con lo que hago ahora, lo que sigo haciendo. Pero esos personajes viven el uno dentro del otro. Y es el escritor secreto el que comprende a los otros dos. Así que todos perviven, cada uno a su manera.
–¿Considera que esos tres personajes, o el personaje que resulta de la suma de los tres, tienen algo de arquetípico? ¿Podría el lector, incluso, identificarse con alguno de estos tres momentos?
-Es probable que un lector se identifique con el primero, con el seminarista. Por ejemplo, una persona que tenga inquietudes religiosas. Pero también un lector adolescente: en la primera parte de mi novela, el seminarista parece no querer hablar, renuncia a la comunicación y se encierra en sí mismo, centrado en una introspección que seguramente tiene mucho que ver con la adolescencia. En la segunda, también sería posible que alguien se reconociera en este revolucionario que va vagando por el mundo en busca de sus sueños, como Don Quijote. Y en la tercera, el escritor rechazado una y otra vez se abocado a una situación a la que todos nos hemos enfrentado también, seguro, en mayor o menor medida. En el fondo, Los comienzos aborda la necesidad de no vivir una sola vida, sino de empezar una vida nueva cada vez que la anterior ha terminado, de mirar al mundo de forma diferente cuando te estrellas contra un muro y comprendes que tienes que empezar otra vez. Supongo que es relativamente fácil sentirse cerca de esta emoción.
–¿Diría que fue el Don Quijote de Cervantes su principal guía a la hora de escribir Los comienzos, novela por otra parte facturada a prueba de genealogías?
-Sí. Don Quijote amplía los límites de la vivencia y crea otros mundos, exactamente igual que los niños cuando juegan. Esta creación de nuevos mundos es lo que define el trabajo del escritor, antes que cualquier otra cuestión. O debería.
-¿Antes que el seminarista, el revolucionario y el escritor, prevalece entonces el niño?
-Afirmó Schiller que el hombre nunca es tan humano como cuando juega. Y yo le puse a mi trilogía el título Juegos de la eternidad inspirado por esta idea.
—Entrevista realizada por Pablo Bujalance en Diario de Sevilla