Antonio Moresco (Mantua, 1947) está considerado uno de los grandes escritores contemporáneos en lengua italiana. Ha cultivado ensayo, novela, cuentos y teatro, pero es con su trilogía ‘Juegos de la eternidad’ con la que ha alcanzado una justa fama literaria que, como él mismo confiesa, se le resistía. La trilogía está compuesta por tres voluminosos libros, el primero de ellos titulado ‘Los comienzos’, dividido a su vez en tres partes protagonizadas por el mismo personaje, en primera persona, que es un trasunto del propio autor y que podrían parecer tres personas sistintas, un seminarista, un revolucionario y un artista. Son realmente las fases por las que ha pasado la vida del autor, que comenzó su infancia en un centro religioso para después vivir en el activismo político y terminar en los brazos del arte como escritor de esta portentosa trilogía, donde no se expone una vida lineal, como podría esperarse del cariz autobiográfico que subyace en sus páginas, sino un conjunto de relatos aparentemente desordenados y caóticos, que corren desbocados en una sucesión de lugares y situaciones, llenos de imágenes plásticas, visuales, retóricas, y a la vez absurdas, grotescas, deslumbrantes y oníricas, con el dominio total de una prosa conceptual, concisa, dialógica y descriptiva según el momento, lo que le ha valido ser comparado con narradores de la categoría de James Joyce, Marcel Proust, Don DeLillo o Mircea Cartarescu.
Moresco nos sumerge en un viaje literario vertiginoso, donde el realismo mágico se funde con el esperpento y la sensación de vacío, con lo grotesco y absurdo de personajes y situaciones, que se retoman más tarde, en otras partes, en otros ambientes, a veces contrarios; son los mismos personajes de las partes anteriores, que ayudan a vertebrar un conjunto de relatos aparentemente inconexos, pero donde se ha planificado hasta el último detalle.
Sacerdote, soldado y escritor son las tres figuras protagonistas de las tres partes en que se divide el primer tomo de esta trilogía, ‘Los comienzos’, y que sirven al autor para representar tres momentos y actitudes vitales de primera magnitud como son la contemplación, la acción y el arte. ‘Escenas del silencio’ es el título de la primera parte, donde con una impresionante prosa descriptiva se respira el voto de silencio de un monasterio, el dolor y la represión, las ansias de gracia y la búsqueda de la plenitud, donde apenas hay diálogos, sino la plasmación de una rutina estancada, de horas que pasan lentamente, casi en una eternidad de suspiros y sollozos antes que de palabras. La acción, una boda, la mujer y el sexo, se ven desde fuera, como si una barrera transparente pero infranqueable se situara delante del protagonista, para encerrarlo de nuevo en los muros de un monasterio donde las horas avanzan pesadas, como las piedras que lo componen.
La segunda parte, ‘Escena de la historia’, presenta al mismo personaje como activista político, revolucionario, hombre de acción, que emprende un camino totalmente alejado del sacerdocio para alcanzar esa trascendencia y plenitud que no ha encontrado entre los muros del monasterio. Si la aparente rutina carente de sentido llenaba las páginas de la primera parte, ahora, en esta segunda, también el activismo político es vago y carente de sentido, aparentemente kafkiano, lleno de reuniones clandestinas donde no se conoce plan ni método alguno, o con mítines donde no sabemos qué se dice ni a quién van dirigidos dirigidos ni qué ánimos se pretende enardecer con este exceso de palabras tan vacío y absurdo como el silencio del monasterio.
Es la figura del escritor, en la tercera parte titulada ‘Escenas de la fiesta’, el que muestra todo el mundo de frustración, de absurdo y dificultades con que se encuentra el artista en la búsqueda de divulgar su obra, en el deseo de transmitir ese mensaje, esa emoción, ese relato que debe sacar de su alma, como los personajes de las dos partes precedentes, el sacerdote y el guerrero, pretendían sacar de su alma la gracia divina o la revolución política.
—Alberto Monterroso