“Contemplad su pecho, su flanco;
perfil de ensueño, ¡guardad el secreto!”
Christabel, Samuel Taylor Coleridge
Cuando Martin Lynch-Gibbon “conoció” a Iris Murdoch no sabía lo que le iba a suceder. En la primera página de Una cabeza cercenada nosotros, lectores habituales de Murdoch, ya sabemos que nada le va a salir como espera tras leer esta frase: “solo con una persona tan sumamente sensata -se refiere a Georgie, su amante- podría yo haber engañado a mi mujer”. Bienvenido al universo Murdoch, Martin, ¿estás preparado para que todo (te) salte por los aires?
Y, efectivamente, todo estalla. Aunque, como siempre en Murdoch, nunca de la forma más previsible. ¡Criaturita!, pensé de Martin al leer la frase que he citado en el párrafo anterior. ¡Criaturita!, se te va a venir el mundo encima y esa seguridad que muestras va a hacerse añicos. ¡Criaturita, cuidado, cuidado, cuidado! Y él, criaturita, narrador de la historia en un extenso flashback, recordando aquella tarde en el salón de Georgie saboreando un vermú con ginebra frente a la chimenea, nos confiesa: “no sabía entonces que sería el último, el ultimísimo instante de paz, el fin del antiguo mundo inocente, el momento final antes de verme arrojado a la pesadilla cuya historia relatan las siguientes páginas”.
Empieza el baile. Repito: bienvenidos al universo Murdoch.
Martin Lynch-Gibbon, de la dinastía anglo-irlandesa de los Lynch-Gibbon, propietario (por vía genética) de una empresa de vinos de burdeos, hijo de una inteligente artista galesa (su hermano Alexander, y no él, heredó el talento artístico), acomodado burgués, residente en el Londres de los 60, pusilánime, inseguro, acomodaticio, caprichoso e infantil (aunque él se considera “filósofo y escéptico” -sic-) , está casado (en un tópico caso de conveniencia mutua) con Antonia (mayor que él, ¡hola, Edipo!), una “belleza un tanto excéntrica” de la alta sociedad, pariente lejana de Virginia Woolf, apasionada y vehemente y con una espiritualidad que Martin define como “metafísica de salón”. Según su propia perspectiva son una pareja feliz, aunque eso no es óbice (o, tal vez, precisamente por eso) para que tenga por amante a Georgie: independiente y mundana (sinónimo en el pensamiento style de Martin a: con poca clase), bella, inteligente, mordaz y con los más “hermosos pies de la Acrópolis”. Martin vive el adulterio con la serenidad y la racionalidad que su carácter y su estatus le confieren (“no caí prendado desesperadamente de Georgie: me consideraba entonces demasiado mayor para la desesperación y los extremos que acompañan al amor juvenil”). Su vida es apacible y a sus cuarenta y un años no duda en dejarse llevar por una cierta tendencia a la melancolía que califica como “encanto”. A Murdoch le bastan veinte páginas para retratar al personaje y a su entorno, para dejarlo hablar y mostrar(nos) un amplio abanico de sus debilidades, para que él mismo teja con sus palabras la soga que (metafóricamente) lo va a asfixiar.
Al triángulo Martin-Antonia-Georgie se les une Palmer Anderson, el psicoanalista amigo de Martin, con el que leía a Dante (¿el Infierno?, me pregunto) y quien toma a Antonia por paciente (Antonia, que según Martin “siente una atracción mística hacia las personas cuyo nombre empieza por A”, como su hermano Alexander con quien ha existido siempre “un cariño muy considerable, casi romántico”). Palmer, estadounidense, “patilargo, descoyuntado y elegante”, que gusta de vestir con “complementos informales y vanidosos”, exquisitamente cultivado y que pasa la mitad de la semana en Cambridge, “donde se alojaba con su hermana y trataba a universitarios neuróticos”. Es así como Murdoch introduce al quinto vértice: Honor Klein, “una solterona germánica de mediana edad”, catedrática de antropología y amante de las espadas de samurai (“era un sujeto pictórico propio de Goya”), y lo que hasta ahora era triángulo-cuadrado deviene pentágono-hexágono (no hay que olvidar al “secundario” Alexander).
Planteados todos los personajes la prestidigitadora Murdoch se dedica, con extraordinario goce literario para nosotros los lectores, a hacerlos danzar. Y cuando digo danzar quiero decir: abatir y abatirse, abrazar, aceptar, actuar, amar, angustiar y angustiarse, brindar, compartir, concienciar, consolar, convencer, correr, cuidar, decidir, descubrir, desear, desesperar y desesperarse, desmoronar y desmorornarse, desquiciar y desquiciarse, discutir, dudar, enamorar y enamorarse y reenamorarse y desenamorarse, entristecer y entristecerse, escribir (las cartas que escribe Martin son oro puro), humillar, imaginar, liberar y liberarse, llorar, mentir, necesitar, olvidar, ordenar, organizar, oscilar, pelear, perder, perdonar, profanar, regalar, rememorar, ridiculizar y ridiculizarse, romper y romperse, rubricar, salvar y salvarse, seducir, sobrevivir, sorprender y sorprenderse, subrayar, temblar, torturar y torturarse, traicionar, tranquilizar, vengar y vengarse…: “a un amor extremo todo le sirve de alimento”.
El equilibrio que para Martin eran Antonia y Georgie (“las necesitaba a las dos y, teniéndolas a ambas, era dueño del mundo”) decae cuando Antonia le confiesa su aventura con Anderson (no es transferencia paciente-terapeuta, es amor: “no se trata de estar un poco enamorada, se trata de estar profunda y perdidamente enamorada”) y le solicita el divorcio (“no podía creerla todavía ni concebir que hubiera algo que la habitual imposición de mi voluntad no pudiera hacer a un lado de golpe”). Colapso en la mente de Martin, de donde sale más humo que de las cuatro chimeneas del Titanic, y amenaza de naufragio. Intento vano de devolver las aguas a su cauce (“¿podemos, sencillamente, dejar el tema por un momento? Te sugiero que termines la copa y vayas a vestirte para la cena”), redefinición del concepto de matrimonio (“uno no tiene que llegar a ninguna parte en un matrimonio. No es un trasporte público” –ains, Martin, ese comentario tan banal, con tu inteligencia…-), charla no airada con el amante-amigo (“me siento muy afligido, herido y confundido, pero no furioso”), disculpa moral ante la afrenta y aceptación del nuevo papel: el marido abandonado que “se lo toma bien” (“dejé que me tomara la mano, dejé que me tranquilizara como quien tranquiliza a un animal”) y al que la exmujer y el cada vez menos amigo en tanto que amante de ella “adoptan” para evitar un hundimiento que podría lastrarlos a todos. ¿Quién mejor que tu todavía mujer para buscarte un piso de soltero? ¿Quién mejor que tu amigo para recibir la bendición y conformidad como futuro marido de tu esposa?
Y lo que podría ser un vodevil (o, quizás, aún y siendo un vodevil) es en manos de Murdoch una (otra, en ella) novela psicológica, una (otra) novela en la que los hechos (muchos, muchísimos, constantes) están supeditados a la argumentación psicológica de los mismos, todos van, vienen y nos son narrados desde la psique (Ψυχή, en griego «alma» y «mariposa»), todos son vistos desde el revoloteo de las alas del lepidóptero que se posa aquí y allá. Y desde el impúdico striptease de la psique de Martin (y de todas sus contradicciones, ¡criaturita!) un periscopio se asoma a las de Antonia, Georgie, Palmer y Honor (y Alexander, no olvidemos al buen hermano), y con todos ellos y desde todos ellos la encarnación de un catálogo de arquetipos que, como disfraces, van pasándose unos a otros (la víctima, la bruja, el inmoral, la serpiente, los veletas, el inocente, el bufón, el protector, el héroe y el antihéroe, los sabios, los desdichados, los protectores, el narcisista, la sensual, el seductor, el noble, el mago…). Y con todos ellos y desde todos ellos el mix de géneros: la comedia de enredo, la tragedia “controlada”, el a ratos casi-thriller y el melodrama que da mil vueltas a Douglas Sirk (¿es Iris Murdoch, a veces, una Almodóvar avant la lettre?). Mente, alma, cuerpo y emocionalidad llevados al borde de todos los abismos (de la locura, del savoir faire, de lo socialmente aceptable, de la lujuria) y, y ahí es donde más aplaudo a Murdoch, sin rozar nunca el ridículo (el literario, me refiero), sin soltar de más los hilos (Murdoch desatada podría ser Bret Easton Ellis), y provocando(nos) una empatía infinita por el pobre hombre -pobre Martin, ¡criaturita- que en algún momento, y salvando todas las distancias de época y clase, todos hemos podido -¡ains!- ser.
La homosexualidad, el aborto (ilegal en esa época en Inglaterra), el incesto, el despuntar de la revolución sexual, el desafío de lo normativo, las objeciones a la moral imperante, el suicidio, el arte como “excusa”… Todo está en Una cabeza cercenada, porque Murdoch, tras la fiesta de su lenguaje, es social y política y transgresora, y todo está desde el humor y la tragicomedia, desde el diálogo punzante (en ocasiones rozando deliciosamente el absurdo: “Antonia, te presento a Georgie Hands. Georgie, mi mujer”) y desde tantas capas psicológicas como queramos leer. Murdoch hace, elegantemente, sátira de la alta burguesía y convierte a sus personajes en mundanos (en el pensamiento style de Martin: con poca clase) a través de sus sentimientos y las elaboraciones psicológicas desde las que los viven. Murdoch hechiza a sus personajes y los hace danzar pero Murdoch, y eso también se lo agradezco, nunca los juzga (y, lo que es todavía mejor, no pretende que nosotros lo hagamos). Murdoch, sombrerera loca, inofensiva frankensteiniana, alquimista posesa, juega con sus triángulos (¿hexágono, había dicho?) y hace y deshace y cose y descose y imanta y separa a voluntad y con sentido, consiguiendo que la escena más rocambolesca (y en Una cabeza cercenada hay unas, muchas, cuantas) sea la única escena posible tras el hipnótico mareo de sus infinitas vueltas de tuerca.
Martin Lynch-Gibbon vivía confortablemente en la perfección triangular del amor (“lo que en realidad deseaba más en ese preciso momento era dejar a Georgie en suspenso. Es una lástima que no sea posible paralizar a conveniencia a otros seres humanos”, ¡y se queda tan ancho!). Pero en su camino se cruzó Iris Murdoch, la anfitriona perfecta para una orgía literaria ante la que (lo siento, Martin, ¡criaturita!) no nos queda otra que sentarnos a leer y, open mind, a disfrutar.