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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Vuelo de ensayo

«Las observaciones de un paisaje destruido de forma inexplicable que describe Lem son reales y siguen siendo inexplicables hoy».

He aquí la única novela de ciencia ficción que Stanislaw Lem escribió en su vida. Sí, sí, como lo oyen. Es su opera prima en este campo, y es a la vez la última, porque a partir de ahí, la inmensa obra de Lem, inmensa no por volumen de páginas apiladas sino por el lugar que ocupa en la literatura universal, ya no se puede encuadrar en un género. Será satírica, será filosófica, detectivesca, de terror o hasta romántica, se desarrollará en Marte, en una lejana galaxia, en la Tierra dentro de cien años, en un cementerio londinense de hoy día, en un spa italiano, en una revolución centroamericana de mañana mismo o bajo las lentes de un microscopio, sus protagonistas serán pilotos de nave espacial, astrofísicos, inspectores de Scotland Yard, robots, bacterias o Dios en persona, tanto da, siempre será Lem.

No todavía en Astronautras. O no del todo. Escribió el libro con escasos treinta años, y se nota que arranca con un bolígrafo de plomo. Toma como punto de partida un hecho real que hasta hoy sigue siendo enigmático: el impacto de un meteorito en Tunguska en 1908, en Siberia, que no dejó cráter. Las observaciones de un paisaje destruido de forma inexplicable que describe Lem son reales y siguen siendo inexplicables hoy; en qué momento de la narración el autor introduce elementos propios para llevar la historia a su terreno sólo quedará obvio para el estudioso del fenómeno. (Es fácil encontrar en internet un centenar de libros, cómics y filmes que utilizan el evento de Tunguska, pero todo indica que Lem fue anterior a prácticamente todos, a excepción del escritor ruso Alexander Kazantsev, que había publicado cinco años antes una novela con el mismo argumento de una nave espacial extraterrestre accidentada).

Hablamos de 1951: el mismo año en el que Philip K. Dick publicó su primera obra, Arthur C. Clarke su primera novela y la primera narración larga de Isaac Asimov llevaba un año en el mercado, si bien el género ya estaba una buena década floreciendo en revistas y relatos breves. Pero Polonia estaba lejos de las lanzaderas de Estados Unidos, y con la densidad de una atmósfera venusiana, la censura estalinista pesaba sobre el ambiente. Esto explica las primeras cien páginas llenas de referencias a las virtudes del comunismo y los defectos del capitalismo, expone el prologuista de esta edición, Jerzy Jarzebski, en un excelente prefacio, que usted, lector, debe dejar necesariamente para el final, si no quiere que le estropeen la trama y le cuenten el final.

“El principio de la novela resulta hoy totalmente ilegible”, dice Jarzebski. Yo no iría tan lejos: lo he leído, y se aguanta con algo de buena voluntad. Pero es una pesadez, sí. Aunque, eso sí, ya se revelan las ganas de Lem de profundizar en complejos problemas matemáticos y sobre todo lingüísticos, afición que llevaría a una desternillante perfección en sus obras tardías. (Si algún lector piensa que “desternillante” está reñido con “perfección”, ignora que el humor es una cosa muy seria). Aquí se trata de descifrar un cilindro venusiano semidestruido. Una lengua desconocida escrita en un código desconocido es indescifrable. No para Lem: porque existen leyes del universo que son, ejem, universales. Como la tabla atómica. Brillante. Y no olviden que hablo de la parte aburrida de la novela.

De todas formas, no les puedo recomendar leer a partir de la página 129, cuando empieza la aventura: en una novela, todo cuenta. Y la aventura es, en grandes partes, bueno, aventura. Que no está mal para una novela de ciencia ficción, aunque claro, de Lem estamos acostumbrados a algo más. Lo tendremos cuando aparece el espacio curvado por efecto de un campo gravitacional artificial. Eso es magistral. Aquí ya tenemos al Lem de sus mejores épocas: escribir una escena de novela de detective (el misterio del astronauta desaparecido) basándose en la astrofísica de Einstein. Esta veintena de páginas vale el dinero que usted se puede gastar en el libro, lector, y las horas que gastará en leerlo. Creánme.

La filosofía –porque nunca falta en los libros de Lem– se antoja más, como dice el propio autor con cierto sonrojo en un prólogo a una reedición hecha 22 años después (1972), “extremamente ingenua, casi un cuento para niños”. Pero no por eso es menos válida: no hemos superado hoy el peligro de que la humanidad se enzarce tanto en sus guerras internas como para acabar aniquilándose. Cuando yo era un crío, era un temor generalizado. Hoy no creemos ya que ocurra. Pero técnicamente podría. Y qué me dicen ustedes de si éticamente. ¿Ética qué?

Stanislaw Lem situó la novela alrededor del año 2000, en una época cuando la humanidad ya hacía tiempo que había alcanzado la paz definitiva. En 1972 se permitió dudarlo. Pero sí pensaba, en ese 1972, que dentro de otros 20 años, las naves espaciales y los ordenadores superpotentes serían ya antigüallas. Han pasado 44 –o sea 66 desde que Lem se sentó a escribir– y bueno, los ordenadores puede ser. Pero Astronautas es, todavía, una novela de ciencia ficción.

ILYA U. TOPPER