En La ciudad prometida (Valentina Scerbani, Impedimenta, 2023) seguimos a Ileana, la protagonista y narradora de la novela, a lo largo del final de un otoño inundado en el que busca la sombra de su madre enferma —que parece encontrar tan solo en sus recuerdos y sueños—, mientras aprende a convivir con sus tías y su prima, enloquecidas por el lugar y el momento que habitan.
El mundo que crea Valentina Scerbani es críptico y pesadillesco, obsceno, intrincado y brutalmente bello. Es decir, por completo real.
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Con La ciudad prometida entre mis dedos o bajo la axila me movía por el salón, la cocina y los pasillos, envuelta en una manta rosa y otra violeta, en busca de calor. «En cada habitación de la casa hacía frío», leí en palabras de Ileana, su protagonista. Así me sentía también yo, a kilómetros y años de distancia de ella. Intenté escapar del frío de varias maneras distintas hasta que me di cuenta de que era imposible: el propio libro exhalaba el viento y la humedad. Nacía de sus arrecifes y su lluvia insistente, de las pesadillas que se confunden con la realidad de Ileana.
Valentina Scerbani y su ciudad prometida consiguen que el cuerpo de la lectora se traslade. Igual que la casa donde viven sus personajes, nuestra piel se transforma. Se limpia con el agua de lluvia, se cuartea como la pintura de las paredes. Al abrir el libro —diría incluso que basta con pensar en él—, caemos dentro de unos espacios y junto a unos personajes desolados, a los que la desesperanza ha convertido en seres y lugares agrios, rencorosos. Al entrar en las páginas, aparecemos súbitamente en los días finales de un otoño agotador. Habitamos una casa que no puede contener la insistencia de la lluvia, observamos a nuestras tías apropiarse de los recuerdos de la persona que amamos. La radio granulada se transforma en nuestra única conexión con el exterior y curamos las llagas de un caballo alérgico a la humedad. Todo esto lo vivimos a través de los ojos de una Ileana amputada, una adolescente a la que le han arrancado su miembro más importante: la madre. La voz de ese miembro fantasma susurra en la cabeza de la protagonista, se añade a las voces de sus tías e incluso la de su prima, allá, en el fondo. «En estos lugares [donde] todo sucede en silencio», la voz de Ileana también murmura sigilosa y se confunde con otra, una que viene de un hueco profundo, una que sale de los malos sueños.
Pero recorrer la novela de Scerbani no es una experiencia siempre cruel. Las pesadillas se agrietan para dejar paso a la belleza.
La protagonista relata su mundo con una mirada intacta, lavada, propia de la «criatura poética» que es su madre y, por supuesto, también ella. Ileana hace una hermosa fotografía de la noche. Nos la enseña después, recién tomada, a través de palabras e imágenes como «La oscuridad había lamido su rostro y se lo iluminaba», «[H]e sentido por primera vez cómo todas las lágrimas se derramaban por el interior de mi cabeza» y «[L]os arrecifes de Toltre te abrazan y te besan, sin que puedas sospechar que tienen una glándula de veneno en la boca». A lo largo de la novela nos vemos envueltas en una atmósfera prisionera que nos arropa con lo oscuro, con el sueño de una ciudad y una madre que nunca llegan. Igual que sus esperanzas, el relato de Ileana se deshace conforme avanza, derriba las paredes de la casa y construye una nueva, edificada con pesadillas, promesas y dudas. Finalmente, nos encontramos confinadas en unos espacios que transitan entre la realidad y el sueño, bajo la lluvia y dentro de los arrecifes, donde se mezclan sin distinciones el pasado y el presente en una narración que acaba siendo un largo y hermosísimo poema sobre soledad y pérdidas.
Como poesía que es, La ciudad prometida es tan sorprendente y turbadora que merece ser leída y releída —y subrayada, para las que tengamos esta costumbre— cuantas veces nos lo demanden nuestros cuerpos.
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Otras citas que agrietan con belleza las pesadillas de Ileana:
«Muestra bajo los ojos el cansancio de las cosas comprendidas enseguida».
«Una leve tristeza cubrió mis huesos de repente».
«El día se rompió como un cristal inmenso y se derrumbó sobre las rocas».
«Tendremos que afirmar que nos gusta la lluvia, si no queremos que nos engulla».
«Ese día tuve la impresión de que vivíamos en acuarios o en vasos o en jarrones redondos o en frascos».
«Y qué nos ha quedado incluso aunque hayamos creído en el amor».
«Me dices que han muerto todos los poetas y todas las rimas se han transformado en sales de baño».
«Solo yo me pierdo en los círculos y las trampas de mi corazón».
«Tendré siempre solo esa edad, cuando llovía monótonamente».
«La casa está exhausta».
«Era un día desinflado. No teníamos fuerza, ni edad, ni palabras».
«Dice que nadie entrará jamás en nuestras vidas».
«Todo lo de alrededor estaba adormecido, incluso el dolor».
—Mercedes Duque Espiau