Mark Twain decía que cuando era más joven podía recordarlo todo, hubiera sucedido o no. Nuestra memoria puede moverse a veces en los límites de la fabulación, sobre todo cuando nos remontamos a aquellos recuerdos más infantiles. ¿Podemos fiarnos entonces de nuestra memoria? ¿Realmente sucedieron las cosas así? ¿O estamos imaginando que sucedieron así? Más que recordar, muchas veces imaginamos nuestros propios recuerdos, creando un nuevo relato. En “Haiku siberiano”, la excelente novela gráfica que en 2017 supuso el debut de Jurga Vilé, la autora lituana se mueve entre la veracidad y la fabulación, desdibujando sus límites, para contarnos la historia de su abuelo Algis. Y el resultado es un relato, extrañamente luminoso, de supervivencia y de superación en los tiempos más oscuros.
El 14 de junio de 1941, poco después de haber sido anexionada Lituania por la Unión Soviética, los soldados soviéticos llaman a la puerta del joven Algis y de su familia, obligándolos a abandonar su casa. Su padre será llevado a un campo de trabajos forzados, mientras que Algis y el resto de su familia serán deportados a Siberia, donde deberán sobrevivir en las condiciones más inhóspitas. La historia personal de su abuelo le sirve a Vilé para explicar ese drama humano que supuso la deportación de 17.000 lituanos a la remota Siberia. Y se sirve de un recurso que intensifica ese drama: quien narra la historia es el propio Algis niño, un narrador en primera persona a través del cual vemos el mundo y todas las atrocidades que suceden a su alrededor. Desde esa mirada cándida, a veces es el horror parece no serlo tanto.
Miguel Hernández escribió que “hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas”: Algis y otras personas deportadas también cantan canciones, quizás para no verse deglutidos por la desesperanza de verse abocados a las peores condiciones imaginables de hambre y frío, abriendo así un pequeño resquicio para que se cuele la esperanza de volver a su amada Lituania, de plantar de nuevo manzanas, de volver a recolectar miel y de reunirse con su padre. Sin embargo, los instantes más brillantes y preciosos del relato son aquellos en los que la imaginación del niño, ese territorio en el que los soldados soviéticos no pueden entrar, toma las riendas. El narrador nos cuenta hechos que podrían haber sucedido o no. Pero si han sucedido o no, es indiferente, porque todos forman parte de su relato.
Es precisamente el lápiz de Lina Itagaki el que termina de evocar ese mundo infantil de imaginación. Comentaba antes que Vilé se mueve entre veracidad y fabulación, entre la terrible realidad que rodea al narrador y esos instantes en los que su imaginación vuela libre. También lo hace entre lenguajes, creando un híbrido entre novela gráfica y libro ilustrado. Esto le permite a Itagaki deshacerse de posibles corsés estilísticos y formales, para moverse así con libertad y fluidez a través del relato. Textos e imágenes se mueven por las páginas, con esa despreocupada creatividad de los niños que muchas veces los adultos envidiamos en secreto, y cuyo mejor ejemplo es la rotulación, salpicada de graciosos pictogramas, en la que se mezclan sin pudor mayúsculas y minúsculas, tal y como lo haría un niño.
Editada por Impedimenta, “Haiku siberiano”, que recibió en su país el Premio Nacional de Literatura Infantil, es un magnífico ejemplo de que es posible crear una obra para todos los públicos sin renunciar a profundizar en los aspectos más atroces de nuestra historia. La elección de un niño como narrador es, desde mi punto de vista, un acierto total. A través de sus inocentes ojos, cualquier conflicto se despoja del sentido que aquellos que lo perpetran le quieran dar. Solo cabe entonces la sinrazón de la violencia, de la que los niños son siempre las víctimas más injustas.
—Laura Madrona