La costumbre de contar historias en Nochebuena alrededor de la chimenea se está perdiendo, como la de escribir cartas y todas las manualidades domésticas del pasado siglo. Las historias nos las cuentan profesionales y gracias a la imprenta se publican a miles”. Así comenzaba Ernest Temple Thurston en 1926 uno de sus cuentos. Si cuando le dio forma a La mujer de Ganthony ese era el panorama, qué decir de ahora. ¿Quedan cuentistas alrededor del fuego? ¿Fuego? ¿Escuchan los niños tras las puertas las historias de terror que se susurran los mayores? ¿O refieren ver vídeos sobre seres extraños? ¿Queda alguien para oír cómo la mujer de Ganthony volvió del más allá y seguía siendo la misma señora fascinante capaz de colarse en la vida de un hombre en una oscura noche de nieve?
Solsticio siniestro (Impedimenta) recupera ese placer por escuchar hablar de aparecidos, fantasmas, espíritus, presencias innombrables, habitaciones encantadas, venganzas desde el otro mundo, visiones, escalofríos ante lo desconocido –y no solo por el frío invernal que es el trasfondo de casi todos los relatos–… De todo un poco hay en este volumen que reúne una docena de cuentos escritos por personas tan conocidas como Daphne du Maurier y Muriel Spark, cada una a su estilo (nada que ver una con la otra), y por otros nombres quizá menos conocidos entre el público hispanohablante pero que en su época y en su lengua (el inglés) se hicieron hueco en la literatura.
El relato de Du Maurier se publicó en 1952 y recuerda algo a su famosa novela Rebeca porque va desvelando las emociones de su personaje principal, un hombre que se ha quedado viudo recientemente y que, en fin, no le tenía mucho aprecio a su esposa. Él era muy vital, ella suspiraba y organizaba. Él se quedaba en la ciudad dando vueltas para no tener que encerrarse demasiado pronto en casa y oír tanto suspiro. Él odia ese manzano horroroso que después de tantos años medio muerto empieza a dar flores y fruto… y que tanto le recuerda a la postura de su fallecida esposa.
Si ella vuelve en forma de manzano –o solo se trata de una cuestión de culpa del que sigue vivo, a saber–, la de La tercera sombra, escrito por Herbert Russell Wakefield en 1950, lo hace como una presencia peligrosa que se suma a la cordada del narrador y su amigo viudo. Ambos son alpinistas, aunque el amigo ha dejado de practicar su afición a raíz del accidente fatal que le costó la vida a la mujer. Pero, ¿fue de verdad un accidente? Si Hecate Quorn, que así se llamaba, murió convencida de que no… Y así es como la venganza sube esta vez hasta el macizo del Mont Blanc, al Dent du Géant.
A menudo, como es más normal, la presencia fantasmal se queda en casa y espera allí a sus víctimas. Por ejemplo, en La habitación azul, de Lettice Galbraith; en este cuento de finales del XIX se habla del interés de la época por el estudio de lo desconocido siniestro, como en El hombre que volvió, de Margery Lawrence (de 1935 ya), en el que una sesión de espiritismo abre una puerta a la verdad y la venganza.
—Elena Sierra