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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Un día me dice Gelón:

—Vamos abajo a dar de comer a los atenienses. Hace un tiempo perfecto para dar de comer a los atenienses.

Gelón está en lo cierto. Porque el sol arde blanquecino y diminuto en el cielo, y las piedras queman cuando las pisas. Hasta los lagartos se esconden, asoman la cabeza desde debajo de las rocas y de los árboles como diciendo: «¿Apolo, estás de coña?». Me imagino a los atenienses todos apelotonados, mirando ansiosos a su alrededor en busca de un poco de sombra, con la lengua reseca y jadeando.

—Gelón, estás en lo cierto.

Gelón asiente.

Nos ponemos en marcha cargando con seis odres —cuatro de agua y dos de vino—, un tarro de aceitunas y dos trozos del queso apestoso que hace mi madre. Tenemos una isla preciosa, la verdad, y a veces pienso que el cierre de la fábrica es mi oportunidad para darle un nuevo rumbo a mi vida. Que podría irme de Siracusa y buscarme una casita en la costa, dejar las habitaciones oscuras, la arcilla y las manos rojas, cambiarlas por el mar y el 10 cielo, y cuando vuelva a casa con la pesca colgada del hombro, ella, sea quien sea, me estará esperando y me recibirá con risas. Qué risa la suya, casi la estoy oyendo, y su sonido es suave y delicado.

—¡Oye, Gelón, qué bien me siento hoy! Gelón me mira. Es atractivo, sus ojos son del color del mar poco profundo cuando lo atraviesan los rayos del sol. No como el marrón mierda de los míos. Abre la boca para hablar, pero no dice nada. Gelón está triste a menudo: ve el mundo como a través de una cortina de humo, sin brillo ninguno. Seguimos caminando. Aunque los atenienses han sido aplastados, sus barcos reducidos a leña y sus muertos insepultos sirven de comida a nuestros perros, aún hay patrullas de hoplitas. Por si acaso. Ayer mismo Diocles nos soltó un discurso sobre no fiarnos nunca de los atenienses; una nueva tanda puede llegar el día menos pensado. Quizá tenga razón. La mayoría de los espartanos se han ido. Por lo que se cuenta, se dirigen a la misma Atenas, para sitiarla como es debido. Para zanjar la guerra. Pero todavía quedan unos pocos por aquí. Sin hacer nada y muertos de morriña. De hecho, cuatro caminan delante de nosotros; los mantos les cuelgan a la espalda, rojos como heridas.

—¡’nos días!

Miran hacia atrás. Ninguno devuelve el saludo. Son arrogantes los espartanos, pero yo estoy de buen humor.

—¡Abajo los atenienses!

Dos devuelven el saludo, pero sin entusiasmo. Parecen cansados y tristes, como Gelón.

—¡Pericles es un gilipollas!

—Pericles está muerto, Lampo.

—Sí, claro, Gelón, ya lo sé. ¡Pericles es un gilipollas muerto!

Eso hace reír a dos de los espartanos, y los cuatro nos saludan. ¡Qué contento estoy hoy! No sé explicarlo. Esas sensaciones son las mejores. Las que no puedes explicar, y eso que todavía ni siquiera hemos dado de comer a los atenienses.

—¿Qué cantera toca hoy, Gelón?

Nos paramos en una bifurcación del camino, hay que decidir. Gelón duda.

—¿Laurium? —dice por fin.

—¿Laurium?

—Sí, creo que sí.

—¡Laurium!

Tiramos para la izquierda. Laurium es el nuevo nombre de la cantera principal. Alguien pensó que sería divertido llamarla como esa mina de plata del Ática, la que usaron los atenienses para financiarse el viaje hasta aquí. Al final se le ha quedado el nombre. La cantera es un inmenso foso rodeado por paredes lechosas de caliza, tan altas que solo hace falta valla en un par de sitios. En uno está la entrada, donde un par de guardias planchan las posaderas en el suelo jugando a los dados. Gelón les da un odre y nos dejan pasar. Se baja por un sendero rompetobillos expuesto al viento. Una serpiente parda enroscada, así lo llama Gelón cuando la musa lo inspira. Olemos a los atenienses antes de verlos. Las vueltas y revueltas del sendero entorpecen la vista de la cantera, pero el olor es atroz; denso y putrefacto, casi visible, como una neblina. Tengo que parar un momento porque me lloran los ojos.

—Está peor que de costumbre.

—Será el calor.

—Será.

Me tapo la nariz y seguimos caminando. Hay menos que la última vez. A este paso, no quedará ninguno en invierno. Me hace pensar en la noche en que se rindieron. El debate duró horas y horas. Diocles caminaba arriba y abajo, su voz era un rugido.

—¿Dónde metemos a estos siete mil cabrones?

Silencio. Repite la pregunta. El capullo de Hermócrates propone entre dientes un tratado. Y una mierda un tratado, pienso, y Diocles lo dice en voz alta. No con las mismas palabras, pero el significado es el mismo.Dice:1

—¿Quién firma tratados con un cadáver?

Todos se ríen y niegan con el dedo, y Hermócrates se sienta y cierra la boca. Y Diocles venga a caminar arriba y abajo, preguntándonos qué hacer. Silencio. Aunque ahora es un silencio tenso. A punto de reventar. Se para; dice que se le ha ocurrido algo. Algo novedoso y raro. Algo que dejará claro al resto de Grecia que vamos en serio. Que somos siracusanos y que nadie nos va a mover de nuestro sitio. ¿Queremos oírlo?

—¡Queremos, Diocles! Pero niega con la cabeza. En realidad, es pasarse. Demasiado raro. Alguien más debería proponer algo. Pero ya ha pasado el momento de eso. Porque somos siracusanos y nadie nos va a mover de nuestro sitio, eso le decimos. Así que se inclina hacia delante y susurra algo. No se oye nada. Solo lo vemos mover los labios.

—¡No se oye, Diocles!

Y por fin lo suelta. Todavía en voz baja, pero lo bastante alto para que lo oigamos.

—Meterlos en las canteras.

Lo repite gritando:

—¡Las canteras!

Y poco después, casi toda Siracusa estaba temblando de emoción con esas dos palabras: las canteras.

Pues sí, eso fue lo que hicimos.