Dorothea Dodds es una discretísima mujer que, a los 59 años, comprueba que los ha dedicado todos a sus padres, una señora hipocondriaca y un famoso pintor inglés con los que ha vivido siempre en Buenos Aires, ocupándose de los asuntos del gran artista. Tiene un hermano mellizo muy rebelde, alejado del núcleo familiar, y, demasiado introvertida y dócil, apenas ha tenido historias sentimentales. Ella misma tiene un inmenso talento para la pintura, pero, tras algunos intentos frustrados en su infancia, ha renunciado a desarrollarlo, al menos ante el público.
Es en esa situación (inmóvil desde décadas atrás) cuando Dorothea y su prima inglesa Mary más o menos improvisan en el aeropuerto de Londres una especie de intercambio temporal de vidas: una se irá con sus tíos a Argentina, y la otra se quedará unos meses en Inglaterra cuidando mascotas (y plantas, y casas, y maridos…) durante la ausencia de sus dueñas. Y es en ese punto donde comienza una novela buenísima, con la que Mariana Sández (Buenos Aires, 1973) confirma todo lo ya desplegado en Una casa llena de gente. Más breve e incluso ligera que aquella, pero igual de rica, La vida en miniatura está contada por las dos primas: por un lado, seguimos a Dorothea en su curiosa peripecia británica, de casa en casa, de pet en pet, y mientras nos cuenta la modesta aventura en primera persona, va recordando la larga y extrañísima amistad que tuvo con Ricardo Grau, un hombre apocado, ambiguo y lleno de misterios. En contrapunto (y con mucho más laconismo), Mary va dando noticia de la situación en Argentina, contando el presente de los padres, su desconcierto ante la ausencia de su imprescindible Dorothea y la inquietud ante el posible regreso de Enrique, la oveja descarriada…
Con tono de comedia reflexiva, de melodrama pudoroso, de gran novela clásica, pero con algún oportuno guiño al absurdo, Sández ha sabido construir una historia redonda, irónica, sabia, donde las reflexiones laterales sobre arte apuntan hacia una búsqueda de trascendencia que se acentúa en el desenlace, inesperado pero nada brusco (al contrario: lo que sucede sobresalta tanto como la suavidad admirable con la que se cuenta). Algunas de las subtramas del relato han ido adelantándose o insinuándose antes de que se expliquen por completo (el trabajo del hermano, el secreto de Ricardo…), pero lo que domina es una sorpresa muy bien organizada, un arrebato muy bien contado, aparte de un perfecto uso de los tiempos y un verdadero virtuosismo al administrar las diferentes informaciones.
Cualquiera que ande informado sobre la complicada relación que hay entre Argentina e Inglaterra encontrará en el eje espacial de la novela una primera pista, por un lado, sobre su serena ironía, su diversión secreta, pero también, por otro, un aviso de que se trata de una novela de conflictos, justo en el momento en el que Dorothea decide escapar de ellos, rebelarse contra «la obligación de ser normal» y merecer una temporada de calma sin sacrificios: «¿Por qué no logro dejar de darle tantas vueltas a todo? ¿Seguir instintos naturales, como los demás, sin prejuzgar, juzgar y rejuzgarme? Quiero paz de mí, paz de mí para mí».
La vida en miniatura contiene también un homenaje entre líneas a la mejor narrativa inglesa (ese párroco, Mackenzie, es como una actualización de los de las Brontë…) y ocurre, en fin, que con esta novela magnífica nos da Mariana Sández la primera gran alegría, Landero aparte, de un 2024 que, si nos ponemos serios y sinceros, no ha empezado especialmente bien en lo que respecta a lo narrativo.
—Juan Marqués