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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Necesitaríamos un siglo entero para empezar a entender la conmoción del siglo XX. No tenemos ese tiempo, pero sí tenemos, al parecer, esa necesidad. Mientras intentamos reaccionar al presente, buceamos en la memoria con la precaria esperanza de encontrar un punto de apoyo en el que fundar nuestras decisiones; o la raíz de nuestro pecado original, para arrancarla y partir desde cero. Pero el origen siempre se desplaza, y la dimensión de nuestro trauma no hace más que crecer. He aquí, en el libro de memorias de Alex Halberstadt, un honroso, profundo y remecedor intento.

Alex, nacido en la Unión Soviética, emigra con su madre y sus abuelos a Nueva York a la edad de nueve años. Ya adulto ‒y este es el punto de partida del libro‒ leerá sobre un experimento con ratones que, tras ser sometidos a una tortura física, desarrollarán un temor irracional al aroma de flor de cerezo que acompañaba su martirio. Lo sorprendente del caso es que las crías de estos ratones, y las crías de sus crías, seguirán manifestando ese temor aun sin ser sometidas a tortura alguna. El trauma, o eso parecía demostrar el estudio, se hereda por al menos tres generaciones. Así que entender el pasado no constituye un simple ejercicio de nostalgia, un viaje a un territorio exótico, sino un necesario ajuste de cuentas para sobrellevar el presente: “¿Podría suceder que el pasado no hubiera quedado atrás ni mucho menos, sino que continuara existiendo en el presente, en nuestras vidas, como una sobreimpresión fantasmagórica?”.

El autor decide, entonces, regresar a Rusia y levantar el polvo del legado familiar, en un viaje a través de tres generaciones, desde los momentos más oscuros del omnívoro terror estalinista hasta la resaca postindustrial de un país que, entre las ruinas del experimento soviético, traga con escepticismo las supuestas bondades de una occidentalización entre forzosa y caricaturesca.

La búsqueda del origen del mal le lleva, primero, a desentrañar la lúgubre figura de su abuelo paterno, Vasili, que ofició como guardaespaldas de Stalin, conservando, como única reacción ante las vejaciones que tuvo que presenciar, y no sabemos hasta qué punto perpetrar, un silencio indolente, un vacío que “llenaba el piso como un hedor”. Por otra parte, sus ancestros por línea materna llevarán la marca indeleble de haber sufrido el terror, en medio de una Lituania que pasó de ser, hacia fines del siglo XIX, un oasis de convivencia pluriétnica a sucumbir al asedio de los nazis y del estalinismo.

El tenebroso currículo del abuelo paterno explica en parte la errática conducta con que, según se nos relata en el tercer capítulo, el padre de Alex martiriza a su propio hijo. Como reza el adagio popular, la historia no se repite, pero rima, y aunque Viacheslav Chernopisky haga todo por huir del carácter soviético, cuyo lado más oscuro encarna Vasili, en la práctica ejercerá sobre su hijo el mismo desprecio que de niño le llevó a maldecir a ese padre de la NKVD. Si bien su halo de bohemio connoissieur de discos y películas americanas despertará la admiración infantil de Alex, podrá más el rencor por la indiferencia y la cobardía con que afronta su paternidad.

El desafío que Alex afronta en su juventud es doble: por una parte, digerir la carga de ser o haber sido un hijo de la Revolución rusa y, por otra, demostrar que puede ser un buen occidental. Tal como ha debido crecer dispuesto a morir por la madre patria, debe jurar ahora, en medio de ingestas concentradas de cultura de masas y entretenimiento, que vivirá como un individuo libre, aunque no siempre resulte claro qué significa esto ni qué es lo que todos le piden que agradezca. Si bien Nueva York es, como dirá su abuelo Semión, “el final feliz del siglo XX”, es también el lugar donde Alex recuerda, mientras debe complacer a sus profesores americanos con relatos sobre los horrores del totalitarismo soviético, que Moscú “era cien veces mejor que vivir en los barrios bajos y llevarte palizas por ser extranjero”.

Una observación final. Al revisar la historia familiar, el autor apunta que “mis cuatro abuelos habían vivido en un país y una época donde la barrera de protección entre historia y biografía se volvió casi imperceptible». Me parece que una de las lecciones de este libro es que, de formas más o menos brutales, todos estamos en la posición de estos abuelos, y que la única manera de romper el embrujo al que nuestros traumas nos condenan es comprender la dimensión íntima y a la vez colectiva de nuestra memoria. El resultado no será la improbable redención que aporta un reparto maniqueo de buenos y malos, ni la supuesta necesidad de los hechos consumados, pero solo de esa búsqueda a ratos oscura y a ratos dolorosa puede surgir un genuino impulso por llevar a cabo una vida digna.

—Matías Jaque Hidalgo