Siempre es complicado reseñar un libro de relatos, máxime cuando quien lo escribe es Jon Bilbao. Uno se topa con los mismos demonios que asolaban los relatos de “Física familiar”, las mismas preguntas que nos atormentan, los mismos dilemas: «¿Hasta dónde estaríamos dispuestos a llegar por algo puramente material? ¿Dónde están los límites de la filiación? ¿Cuándo un final es de verdad un final? ¿Dónde está la frontera que separa la lealtad de la estupidez?…?» Pero lo verdaderamente peligroso en estos relatos es la imperceptible tela de araña que Bilbao teje en su interior, llena de trampas todas ellas bien engarzadas en la sintaxis sencilla y eficaz de su estilo. Con todo, hay algo en ellos que no termina de convencer, pero reservaremos esta puntualización para el final.
Jon Bilbao maneja en algunos de los relatos sutiles técnicas que los convierten en pequeñas obras de orfebrería literaria. El primer elemento es el ritmo: se desenvuelve bien en esas distancias en las que resulta difícil distinguir entre la novela corta y el relato extenso, aunque esas distinciones formales importan poco porque no hay relleno ni digresión innecesaria: cada elemento tiene su porqué, y el lector queda absorto en esa extraña maquinaria que encuentra en la realidad la más terrible de las ficciones; no hay nada que cause tanto horror como lo que es posible. Que lo normal parezca extraño y lo extraño normal es una de sus claves. El segundo elemento es el manejo de las tramas: en el relato que cierra el libro y lo titula, Estrómboli, viajamos con el desencanto y las dudas morales de dos amantes y bailamos al son que ellos nos dictan; cada hecho tiene su tiempo y lugar en la escaleta, pero no se percibe esa arquitectura del mismo modo que no se le notan las costuras a un buen traje: “Crónica distanciada de mi último verano” consigue que duela más el clímax que el final, y eso no es faena fácil. El tercero es la mirada: Jon Bilbao consigue colocar al lector un plano inclinado de manera que leer suponga tensar ese músculo moral que en la lectura, paradójicamente, solo reside en el ojo. Sabemos que sufrimos, pero no podemos dejar de hacerlo. Cerrar el libro es algo cercano al sacrilegio. Y uno sabe que Jon Bilbao es de los que levantará el dedo antes de apretar el gatillo. Eso le queda a quien tiene ojos para ver. Y es un ejercicio de honor, seguir leyendo.
Sin embargo, hay en los relatos un cierto desequilibrio que trata de esconderse en el orden como si uno pudiera disculpar uno de esos momentos de relleno en un festival de fuegos artificiales que empiezan bien y acaban mejor. Los cuatro primeros relatos son excelentes, también lo es el octavo; los demás quizá no sostengan el tono aunque la sociedad temática. El final de ‘Avicularia, avicularia’ desconcierta, y el de ‘El castigo más deseado’, descompensa la trama; por el contrario el de ‘Como en un idioma desconocido’ es una bofetada que se recibe con estupor tras un conjunto un tanto espeso.
Sin embargo, la aparente mampostería de ‘El peso de tu hijo en oro’, tan equilibrado, o la tensión faulkneriana y desconcertante de ‘Una boda en invierno’ resultan espléndidas. Aromas a McCarthy, a Tobías Wolff, a Iris Murdoch, a Carver, a Fante, a Vahn, a Cheever… Un buen regalo para este verano.
Jorge Sanz Barajas