cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Entrevista con Maryse Condé — ABC Cultural — 14 de marzo de 2024

Maryse Condé (Pointe-à-Pitre, Guadalupe, 1937) recuerda lo primero que escribió en su vida porque cuando le dio a su madre el poema que le había dedicado esta le dijo: «Es horrible, no vales para escribir». Tenía diez años y no debutó en la novela hasta los cuarenta y dos, pero no por el disgusto sino por falta de tiempo: estaba muy ocupada sufriendo, viendo sufrir. «No me puse a escribir hasta que dejé de tener tantos problemas y me pude permitir reemplazar los dramas de verdad por los dramas de papel», confesó ella misma en ‘La vida sin maquillaje’, que continuaba el relato autobiográfico que había empezado en ‘Corazón que ríe, corazón que llora’ (ambas en Impedimenta). Entre esos dos hechos se concreta esta mujer isleña que ha vivido en tres continentes y convierte la anécdota en una puerta a lo universal, con ese talento añejo de los narradores que reúnen a su audiencia en corros y los ponen de puntillas. Condé, candidata al Nobel y ganadora del Nobel Alternativo (ay), nunca ha dejado de pensar con los colores y los olores de las Antillas, una nostalgia que no emborrona la memoria de la severidad de sus padres ni el racismo, tema central o subterráneo de su obra, según el momento y la geografía. Belleza y horror. Exuberancia y…

A estas alturas, cuenta, sigue escribiendo porque aún su pasado es un misterio, y aunque el cuerpo y el pulso le fallen cada vez más (el Párkinson, entre otros achaques) su sed de contar aún no se ha saciado. Ahora le dicta las novelas a su marido, Richard Philcox, que es también su traductor al inglés.

—Nació en una isla y parece que ha perseguido las costas. ¿Cómo le marcó haber crecido rodeada por el mar Caribe?

—El mar es muy importante para cualquiera que haya nacido en una isla. Cuando cambia de color, del azul al gris, del gris al negro, altera mis estados de ánimo. Cuando está azul o verde me siento en paz, cuando su color es negro siento ira. De joven le tenía mucho miedo al mar, mucho respeto, y sólo de adulta empecé a entenderlo. El mar tiene una gran importancia en todas mis novelas, desde ‘Tituba’, una mujer que nació en un barco negrero, hasta ‘El evangelio del Nuevo Mundo’, donde es omnipresente. Recuerdo que mi padre nadaba todos los días, y cuando nos portábamos bien nos dejaba acompañarle. Cuando pienso en él le veo siempre en bañador.

—Sus padres pertenecían a la asociación Grand Nègres (Negros Ejemplares) de Guadalupe, una élite social y cultural que se definía en oposición a aquellos que, decían, solo bebían ron y no hacían nada productivo. ¿Cómo marcó eso su educación?

—Mis padres me convencieron de que era una estudiante sobresaliente, de que estaba destinada a grandes cosas, a desempeñar un papel fundamental dentro de mi comunidad. Y yo me pensaba que era una intelectual, que tenía una inteligencia superior a la de los demás.

—A estas alturas, ¿sigue recordando su infancia o es algo tan lejano como un sueño? ¿Se supera o se olvida lo que nos ocurre cuando aún somos niños?

—Creo que es cierto eso de que todo lo que uno escribe viene de la infancia. Yo perdí a mis padres muy pronto y cuando pienso en ellos los veo en la orilla del mar, animándome a afrontar la vida con valentía. La muerte de mi madre me afectó enormemente, y todavía hoy me afecta. Dejé de leer a Marguerite Yourcenar porque escribió que es posible superar la muerte de una madre, algo que sin duda ella logró [la madre de Marguerite Yourcenar, por cierto, falleció de peritonitis díez días después de haber dado a luz a su hija].

—Fue en París, en el instituto, cuando empezó a tomar conciencia de su identidad: una mujer con «piel negra y máscara blanca». Sus padres, de hecho, «no sentían el más mínimo orgullo por su herencia africana», tal y como cuenta en ‘Corazón que ríe, corazón que llora’. ¿Hasta qué punto sus lecturas han marcado su identidad?

—Puedo decir que Frantz Fanon [el autor de ‘Piel negra, máscaras blancas’, de 1952] ha desempeñado un papel muy importante en mi vida. Sobre todo cuando dijo eso de que si no fuera por el mundo blanco no habría negros. Entonces comprendí que todo depende de la mirada del Otro.

—Abandonó pronto su isla, y ha vivido, además de en Francia, en Costa de Marfil, Ghana, Guinea, Mali, Inglaterra, Senegal, Estados Unidos… ¿De dónde se siente ahora que ya no viaja? ¿Cree en alguna patria todavía?

—Me siento cómoda en muchos sitios, sobre todo allí donde el mar está presente, pero en mi cabeza sigo siendo una hija de Guadalupe.

—¿Qué le parece eso de la ‘literatura comprometida’? Es una de las etiquetas que se le ha puesto a su obra… ¿Puede la literatura cambiar las cosas o exageramos su influencia?

—La literatura no puede cambiar las cosas, pero sí puede hacer que el lector sea consciente de sus prejuicios personales. Y puede abrirle la puerta a otras culturas del mundo.

—¿Escribe con ese ánimo?

—Yo me esfuerzo por crear un mundo de armonía y donde la tolerancia no dependa del color de la piel.

—Por cierto, ¿sigue escribiendo?

—Sí, estoy escribiendo la historia de mi familia, con la que no estoy familiarizada. Mis dos padres tenían personalidades fuertes [y lograron una buena posición social]. Sin embargo, sus padres, mis abuelos, habían sido esclavizados y oprimidos. ¿Cómo he llegado a ser lo que soy después de un árbol genealógico tan dramático? Esa es la pregunta que trato de responder.

—En marzo de 2020, Emmanuel Macron le entregó la Orden del Mérito de la República. ¿Cómo ha digerido este reconocimiento? Nunca se ha cortado a la hora de definir Francia como un país racista…

—Y sigo pensando que hay rachas de racismo en Francia. Además, sigo siendo relativamente desconocida ahí, rara vez me invitan a programas literarios y nunca he ganado uno de los premios literarios franceses de prestigio. Creo que desagrado y escandalizo por mi denuncia del colonialismo francés. Y porque no cedo al exotismo para complacer al lector.

—En ‘La vida sin maquillaje’, que publicó en 2012, contaba que ya no tenía grandes dramas más allá de la salud.

—He luchado por construir una vida mejor, y lo he conseguido, pero por desgracia ahora soy vieja y estoy enferma y la vida no es fácil. Dependo demasiado de la amabilidad de los desconocidos.

—¿Qué echa de menos de la juventud?

—Echo de menos viajar, volver a los lugares que han inspirado tantas de mis novelas.

—Cuando recibió el doctorado Honoris Causa por la Universidad de Murcia habló del canibalismo literario como un género propio de geografías no occidentales. ¿Cree que su literatura es literatura caníbal?

—La canibalización es un recurso que constata que tomamos prestadas ideas incluso del colonizador. Yo, por ejemplo, he canibalizado la literatura occidental, especialmente a Emily Brontë: convertí ‘Cumbres borrascosas’ en una novela caribeña [se refiere a ‘La migración de los corazones’]. Fue una amiga de mi madre quien me regaló ‘Cumbres borrascosas’, y el libro atrajo directamente a la niña guadalupeña que yo era por entonces: hablaba de la muerte, el amor y lo sobrenatural, que eran temas cotidianos en Guadalupe, cercanos, aunque los había escrito una autora inglesa. Esto demuestra que la literatura es un lenguaje universal y no es específica de un país concreto.

—Ha dicho en muchas ocasiones que su madre era creyente, pero su padre no, y que usted se crió con esas dos influencias contradictorias, entre la devoción y la indiferencia. ¿Ha cambiado su relación con la fe o con Dios con el paso de los años?

—No, mi fe no ha cambiado, pero respeto las religiones de los demás aunque sean diferentes a la mía. He vivido en países musulmanes de África Occidental, y allí me sentí atraída por una visión del islam como una suerte de revuelta contra el cristianismo. En Conakry [Guinea] vivía cerca de una mezquita, y cada día oía los cantos musulmanes, que me llenaban de tentación de creer. Sobre todo la llamada matutina del almuédano, que curiosamente también me asustaba… Recuerdo que de niña tenía que acompañar a mi madre a misa muy temprano. Era la primera misa del día. Y yo veía aquello como algo forzado. No me resultaba natural.

—Pasado el tiempo, ¿qué permanece más en la memoria: el dolor o la alegría?

—Digamos que el dolor está más presente en mis novelas que la alegría.

—¿Tiene miedo a la muerte?

—Sí, claro.

—…

—Creo que todo el mundo tiene miedo a la muerte, porque supone adentrarnos en lo desconocido. Y no es lo mismo que los sueños, que se pueden analizar hasta cierto punto. La muerte es lo desconocido por excelencia. La muerte te roba a las personas que quieres y a tu familia. Desde que perdí a mi madre creo que la muerte es aterradora. Y malvada.

—Bruno Pardo Porto