A menudo se ha interpretado El minero como una obra naturalista, de denuncia social de las condiciones de los obreros en el Japón de Meiji, el de la apertura forzada a Occidente, una época de gran industrialización nipona, que vio las guerras con Rusia, China y el inicio de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, El minero no es una obra naturalista, al menos a lo Zola. Y digo esto con agrado, ya que es ese un tipo de novela nada afín a mis gustos. El minero es una obra naturalista al sentido de Shiki, el poeta amigo de Soseki, para quien la literatura debía ser siempre apuntes del natural. Y Soseki siguió ese credo, aunque el naturalpara él no fuera las condiciones de vida de los otros, sino las condiciones de vida de su yo interior.
El minero es, en ese sentido naturalista, una obra de introspección, un conjunto de apuntes del natural, pero de un natural que se corresponde con el yo interior, con la persona. Soseki, por esos años, ha escrito ya tres novelas: Botchan, que lo ha lanzando al estrellato, Soy un señor Gato (siempre traducida como Soy un gato en un estilo algo Ikea minimalista), y Kusamakura, su obra de transición. En las tres, Soseki ha explorado su yo: como Botchan, su yo de profesor joven, que lucha con su impulsividad y su rechazo a la norma social; como señor Gato, su yo de escritor recién casado, rodeado de preocupaciones cotidianas y amigos excéntricos; y en Kusamakura, su yo más artístico, su ser como escritor y artista en un sentido serio y comprometido. Pero comprometido con él mismo sobre todo, y por ende con la sociedad.
Por esos años, de 1906 a 1909, Soseki desarrolla el análisis del yo, y a partir de ese momento viajará a sus grandes obras maestras en las que el protagonista es un hombre joven agónico, desconcertado, con secretos siempre que condicionan sus decisiones. Y El minero es una de esas obras puente. Es una obra relativamente breve (apenas 190 páginas), lenta en su desarrollo, pero tremendamente fácil y amena de leer. La obra ya de un maestro.
Un joven de 18 o 19 años se escapa de su casa en Tokio por un conflicto que nunca llegamos a conocer con dos mujeres. Como un joven barojiano, comienza a caminar hasta llegar a unas montañas. Allí, un viejo reclutador de obreros le ofrece ser minero. Y el joven de ciudad, universitario, que nunca ha dejado de tomar su desayuno ni un día ni de acostarse con su pijama de terciopelo negro, decide ser minero. La novela relata ese proceso de ser minero que nunca se llega a cumplir de forma física, pero sí de forma interna. El protagonista, junto con dos compañeros estrafalarios, sigue al viejo a través de las montañas hasta la aldea minera. Y allí se interna en los túneles para probar esa vida y ver si vale. En ese camino, conocerá a dos personajes insólitos, un guía algo malvado y un maestro de luz. Uno le guiará por los túneles, y el otro estará esperándole en una caverna, en lo más recóndito y oscuro de la tierra.
Como ven, una alegoría freudiana de conocimiento del yo. Una alegoría clásica escenografiada en un Japón insólito, que podría no ser Japón si no fuera por tres palabras ligeramente exóticas: “tatami”, “kimono” y “arroz”. Una historia que no hay que leer como una obra de denuncia de un momento de la historia o la sociedad, sino como una búsqueda profunda, elegante y extrañamente amena del yo más recóndito, aquel que vive en las galerías y que para conocer tenemos que convertirnos en mineros. Soseki nos cuenta esa agridulce historia de nosotros mismos. Es una lectura pequeña, como muchas suyas, pero una lectura con la siempre mágica capacidad de transformación.
José Pazó