Una de las causas más probables de que Thomas Coraghessan Boyle (1948, Nueva York), T. C. Boyle para las portadas de sus libros, sea un autor poco conocido entre los lectores de habla española sea la dispersión de su obra en una dispar lista de editoriales que van desde la mítica y ¿desaparecida? Ediciones Júcar a Anagrama o Galaxia Gutenberg, entre otras muchas.
También puede que tenga que ver su «ambivalencia» en los géneros de relato y novela, en los que se ha movido constantemente, produciendo cuentos breves (del tamaño adecuado, preciso, adaptado a las maravillosas revistas literarias norteamericanas como The New Yorker, Esquire o The Atlantic Monthly) y también larguísimas novelas. Sea como fuere, nos encontramos ante un autor que debería tener, a mi juicio, un eco y un reconocimiento muchísimo más amplio en nuestro país, un eco y un reconocimiento similar al que disfruta en otros países. Y eso es, sencillamente, porque es un autor magistral. T. C. Boyle es, con toda probabilidad, uno de los escritores más divertidos, ácidos e inteligentes de su generación.
Ahora, la editorial Impedimenta ha puesto en los mostradores de las librerías una colección de sus mejores cuentos (se calcula que habrá publicado en torno a un centenar, de los que Laura Fernández, responsable de la edición, ha seleccionado cuarenta y cinco, lo que supone una magnífica posibilidad de conocer bien la obra breve del autor) bajo el título de ‘Cuentos incompletos’, con magníficas traducciones de Ce Santiago.
Despista un poco, eso sí, el orden de aparición de los relatos en el volumen. No hay una disposición temporal. Así, a lo largo del libro se van entremezclando relatos escritos en los años 70 del siglo pasado con otros publicados ya en la década de 2010, por ejemplo, y tampoco parece que los hayan distribuido siguiendo un hilo temático. Pero es un detalle menor. Lo importante es que el lector podrá descubrir a un autor capaz de hacer viable una de las herramientas más viejas pero, al mismo tiempo, más complejas del oficio de narrador, y es la de llevar a sus personajes al extremo de sí mismos, a situaciones límite en la que tendrá que actuar, ante la que no podrán permanecer impasibles.
En teoría, la técnica es muy sencilla. Se construye un personaje partiendo de alguien anodino, llamado a la rutina, a tener una vida gris y sin sobresaltos, y se le coloca en una situación extrema. Ahí tendrá que encontrar de verdad quién es y cómo es. No hay otra salida. Y el lector lo descubrirá, lo vivirá con él, con el personaje, interiorizándolo, «haciéndose él», siempre y cuando el escritor tenga la pericia necesaria, y Boyle la tiene.
¿Qué haría usted si le envían un vídeo porno protagonizado por su pareja? ¿O si transporta un hígado para un trasplante, con los minutos contados y se derrumba un monte sobre la carretera? ¿Qué haría usted si se presenta en su restaurante la más cruel crítica gastronómica de la ciudad, la que destruye todos aquellos locales en los que se presenta?
Este es uno de los métodos habituales en T. C. Boyle. Construir con esos elementos la intriga, la inquietud del lector, que se pregunta cómo se va a desenvolver esa situación, cómo van a salir de ellas los personajes. Y ahí es donde viene lo mejor, donde el escritor hace una demostración de su conocimiento, de su desenvoltura, de su genialidad. Porque otro de los sellos imborrables de Boyle son los finales. No busca la sorpresa, el truco último de prestidigitador que saca un conejo de la chistera para impresionar al lector. Sus finales son, fundamentalmente, imprevisibles pero no efectistas. En un acto de honestidad literaria digna de todo encomio, T. C. Boyle termina sus cuentos sin alaracas, pero con dominio, dejando al lector con la agradable sensación de haber sido llevado hasta lo inesperado, pero sin que lo engañen.
También se nos muestra como un auténtico maestro de la tensión narrativa, del «suspense». Quizás la mejor muestra la encontremos en el cuento ‘Sentada en la cima del mundo’ (página 103), narración en la que el lector, sin duda, vivirá la angustia de su protagonista.
En algunos de los cuentos el crítico ha creído ver nítidamente la sombra de John Cheever proyectándose sobre los argumentos y el modo de desarrollarlos. Hay un punto de conexión entre los dos, acaso en la mirada que se posa sobre esos personajes suburbiales que con tanta atención analizó Cheever, y que Boyle también utiliza para entrar en su cotidianeidad, mostrárnosla y luego transformarla de un manotazo de una vez y para siempre. Una buena prueba de esto que digo lo encontramos en ‘Si el río fuera whisky’ (página 120).
Mención especial merece la magistral revisión del Capote de Chejov que T. C. Boyle realiza en ‘El Capote II’, (página 272). Nos muestra el neoyorkino al mismo personaje de Chejov, Akaky Akákievich, pero en el marco del comunismo soviético. Al igual que le sucede al de la narración original, también este personaje tiene una inocente confianza en el Estado, esta vez en el comunismo. Conmueve comprobar cómo Boyle trata con la misma piedad que Chéjov a este personaje, uno de los más interesantes de la historia de la literatura contemporánea.
Boyle se encuadra en una generación de magníficos narradores, aquellos que nacieron en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, escritores con el sello de un estilo depurado, sin concesiones a la vulgaridad, a lo fácil y lo trillado.
Con esta recopilación de sus mejores cuentos el lector que aún desconozca la obra de T.C. Boyle descubrirá sin duda a un autor de alta literatura, dueño de una narrativa sublime. No hay en todo el libro un solo cuento que esté de más, que sea innecesario. Son ‘Cuentos incompletos’ acaso porque reúnen solo la mitad de un legado narrativo que, quizás, sería preciso abordar por completo.
—Juan Gaitán