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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Reseña de «El niño de oro», de Penelope Fitzgerald — Relibro — 6 de mayo de 2024

Todo está a punto para que el público pueda deleitarse observando el tesoro de la República de Garamantia. En el museo londinense donde va a exhibirse la exposición del Niño de Oro, pieza estrella de la muestra, la expectación es máxima. Todo el mundo quiere ver el tesoro africano que hace muchos años Sir William, ahora ya un anciano arqueólogo, descubrió. Todos menos el propio Sir William, que no tiene ningún interés en moverse de su despacho, bastante tiene con observar a los grupos de escolares y a las familias hacer horas y horas de cola en el patio del museo.

Además, circula el rumor de que el niño está maldito. Con estos mimbres, Penelope Fitzgerald (1916-2000), la escritora inglesa que nos enamoró con La librería, construye la que fue su primera novela, una historia de intriga y misterio donde no falta el humor pero tampoco la crítica. Traiciones, asesinatos, intereses políticos internacionales, una herencia millonaria, falsificaciones, fraude… y hasta cultivo ilegal de cannabis.

El niño de oro se sirve de un puñado de personajes caricaturescos y mucho diálogo para crear una novela ágil, entretenida, de peripecia pura. Y entre ese puñado de personajes, además del venerable Sir William, destaca Waring Smith, un empleado del museo sin relevancia pero que será una pieza fundamental de la historia; el conservador de arte funerario, un tipo estirado llamado Hawthorne-Mannering; un académico alemán experto en idioma garamante y un restaurador un poco asocial. Si un museo es como una familia, con sus odios, amores, rencores y envidias, este no lo es menos, y los intereses de unos y otros saldrán a la luz durante la trama, para mayor entretenimiento del lector.

Lo que menos nos importa llegado cierto punto en la novela es quién es el responsable de los crímenes. Sí, hay varios cadáveres, y la policía ha acampado en el museo tratando de recopilar pistas, pero estamos disfrutando tanto con la disparatada trama, viajando a Moscú con el pobre Waring, buscando a un profesor ruso que no aparece, entrando en el Kremlin, descifrando un mensaje en garamante con ayuda del profesor alemán, colándonos en las salas del museo cuando ya está cerrado al público… que no tenemos tiempo de pararnos a pensar quién es el asesino.

Lo que sí pensaremos al cerrar la novela es qué es realmente un museo y qué vemos cuando visitamos uno. Si lo que hay detrás de cada vitrina o sobre un pedestal tiene el valor que nos dicen o si todo es pura fantasía. Bueno, y si está maldito…

—Ana Doménech