«La operación empezó a la una. El “Sturmbannführer” Tannhäuser estaba razonablemente satisfecho: el número de cabezas iba a creciendo de acuerdo con lo previsto, el porcentaje de suicidas era pequeño; ese tipo de incidentes complicaba el trabajo porque había que ir a buscar los cadáveres y eso suponía un despilfarro de gasolina. Era mejor que los judíos se presentaran motu proprio en el lugar asignado».
Estadísticas, números, muertos, deshumanización. A estos conceptos reducían los alemanes la vida de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Unas ideas que, de una forma discreta, pero evidente, están citados de manera implícita en esta breve y sutil descripción que Stanislaw Lem hizo sobre las redadas de los guetos que llevaron a cabo los nazis en el Este de Europa. Un acontecimiento que narra con viveza, enorme detalle y, en ocasiones, con una escalofriante precisión: «Los policías golpeaban con sus porras de madera a quienes tenían a su alcance. Al otro lado de la valla iban y venían continuamente los “schupo”. A pesar de eso, algunos adolescentes se acercaban todo el tiempo a las rendijas entre las estacas ofreciendo veneno en pequeños sobres. El precio de una dosis de cianuro era de quinientos Slotys. Los judíos, sin embargo, desconfiaban: los sobres contenían generalmente ladrillo triturado». El novelista narra la ironía de cómo ni siquiera en medio de la Solución Final, una industria diseñada por el Tercer Reich para exterminar a millones de personas de la manera más efectiva y rápida posible, ni siquiera matarse salía gratis. Para eso se debía de contar con unas sumas de dinero adecuadas y luego afrontar esa parte de la condición humana que empuja a muchos a aprovecharse económicamente de los débiles y de los desfavorecidos, engañándolos incluso con el único elemento tóxico que les puede aliviar y con el que pretenden quitarse lo único que les queda: la vida. Durante años, el escritor polaco decidió ocultar su pasado judío y prescindir de los recuerdos que guardaba de ese periodo negro donde la existencia de los hombres carecía de valor alguno. Las recurrentes preguntas que años después, cuando gozaba de una merecida fama por su imaginación y talento literario, le hacían sus seguidores, eran eludidas por él con enorme discreción y con la astucia propia del que ha aprendido a pasar de puntillas sobre las áreas más incómodas de su pasado.
Estrellas amarillas
La realidad es que él transitó por todos los cauces de esa tragedia. Lo hizo con una enorme intensidad emocional porque le tocó ser uno de sus protagonistas. A partir de 1941, no le quedó más remedio que aceptar las reglas impuestas por los invasores germanos y lució el distintivo de una estrella amarilla en la ropa que marcaba su condición religiosa. Durante los años siguientes, perdió a su familia en el Holocausto. Solo sobrevivieron él y sus padres, Samuel y Sabina, que, entre diversas vicisitudes y golpes de suerte, escaparon de manera sucesiva de los pogromos, los campos de concentración y el sinfín de asesinatos que se cometían bajo el paraguas de las leyes arias, que consentían todo tipo de abusos con una absoluta impunidad.
Lem, autor de uno de los grandes clásicos de la ciencia ficción, «Solaris», había dado a la imprenta unos volúmenes donde contaba a través de la novela estas descarnadas experiencias. En 1946, amparándose en la ficción, publicó «El hospital de la transfiguración», una historia donde reflejaba las vivencias de un joven doctor que trabajaba en un hospital psiquiátrico a inicios de la contienda. Un lugar que le permitirá convertirse en testigo directo de los experimentos que los servidores del Führer cometieron contra los pacientes ingresados en aras de una ciencia muy mal entendida y, también, de una buena dosis de sadismo.
Este volumen se publicó en medio de un contexto político particular: el realismo socialista de la Polonia de la posguerra. Aunque él había nacido en Leópolis, en el seno de una familia acomodada que respaldó sus iniciales estudios de medicina, al caer Berlín y concluir el conflicto, esta ciudad quedó en tierras de Ucrania. Él, como tantos otros, fue repatriado a Polonia, instalándose en Cracovia, que, ya es ironía, está situada a pocos kilómetros de Auschwitz.
Este volumen, que iba a ser un título único, enseguida levantó sospechas en las suspicaces autoridades de entonces, que le instigaron a escribir otros dos más, aunque esta vez subrayando los aspectos más crueles que mostraron los alemanes durante la guerra. Estos títulos posteriores completarían lo que acabaría siendo un tríptico que él mismo bautizaría con el nombre de «Tiempo no perdido» y que, contra todo pronóstico, evitó que se reimprimieran a partir de 1965.
Desde ese momento, estos ejemplares han estado casi fuera de circulación en todo el mundo y pocos los recordaban. Él se negaba a hablar de ellos aludiendo a excusas y pretextos. La verdad es que renunció por las imágenes que todavía le evocaban en la memoria y que le hacían sufrir pesadillas por la noche, según su mujer. La editorial Impedimenta los ha rescatado y, junto a una reedición de «El hospital de la transfiguración», que cuenta con un nuevo prólogo que explica los pormenores de este contexto, lanza por primera vez en nuestro país «Entre los muertos» y «El regreso». Dos textos inéditos para los lectores españoles en los que, refugiándose en personajes que comparten evidentes similitudes con él, Lem cuenta la masacre que el Tercer Reich cometió contra la población judía.
Aquí aparece la naturaleza humana en su más brillante brutalidad y despojada de cualquier atisbo de misericordia. Está reflejada con sus escasas generosidades y todas sus intrínsecas miserias. Habla de los llamados «alemanes» buenos. Esos «Oskar Schindler» de turno que aprovechaban las circunstancias reinantes para enriquecerse y que brindaban protección a los judíos porque les proporcionaban evidentes beneficios. Aquí, esa figura tiene un nombre propio, Viktor Kremin, y es quien le proporciona al escritor papeles a cambio de que se convierta en mano de obra barata para él y sus empresas.
Pelo humano
Este periodo, que Lem retrata en «Entre los muertos», supone una aguda indagación del alma humana y su comportamiento en situaciones críticas. De hecho, el novelista, a través de su protagonista, una especie de alter ego, traza el penoso recorrido de los judíos. Narra cómo sus pies se hunden en un suelo recubierto de pelo humano, narra cómo los presos son obligados a desnudarse al entrar en los campos de concentración y los acompaña literariamente hasta las cámaras de gas. En el otro lado están los hombres que se aprovechan y disfrutan de toda clase de parabienes.
Lem estuvo entre esos judíos que trabajaban al servicio de «alemanes buenos» y gracias a la documentación que obtuvo pudo evitar el destino que les aguardó a cientos de miles de hombres y mujeres. Cuando, el Tercer Reich decidió acabar con el gueto de Leópolis, él y sus padres consiguieron escapar. El resto de la guerra vivió bajo una identidad falsa: Jan Donabidowicz. Era estudiante de Medicina, procedente de Armenia y tenía el pelo rubio. Se lo tiñó para que nadie sospechara de él. Permaneció escondido en una reducida habitación y sin apenas salir (salvo para obtener libros en una biblioteca cercana, sobre todo de ciencia ficción). Cuando todo hubo concluido, la vivencia se convirtió en recuerdos y los recuerdos en dolor y, aunque entregó estos por escrita en dos novelas de claro aliento biográfico, quiso dejar todo aquello atrás. Quería olvidar. Y vivir. Pero como asegura su biógrafo, Wojciech Orlinski, de alguna manera, siempre estuvo «Entre los muertos».
—J. Ors