Los 44 textos que integran los Cuentos incompletos de T. C. Boyle (Peekskill, Nueva York, 1948) fueron redactados entre 1972 y 2011. Agotan, pues, cuatro décadas completas de ficción norteamericana. Para hacerse una idea más o menos cabal que nos permita comprender el marco en el que concurren estos fragmentos, podemos apuntar que el periodo mencionado equivale al arco narrativo que discurre entre Quimera, del recientemente fallecido John Barth, obra aparecida en 1972, y El rey pálido, de David Foster Wallace, novela publicada de forma póstuma en 2011. El volumen se antoja, así, una muestra lo significativamente amplia en el tiempo, y también lo suficientemente nutrida en su extensión, como para que pueda servir de poética, espejo y decantación de un modo de entender la literatura contemporánea.
No obstante, a medida que se consumen las cerca de 800 páginas de prosa que iluminan el conjunto, el lector se va haciendo una pregunta al principio apenas insinuada, después cada vez más imperiosa y al final, coincidiendo sobre todo con la lectura de los textos redactados ya durante el siglo en curso, casi obligada: ¿de qué se habla en esta vasta colección de relatos? ¿Cuál es el motto emocional y/o intelectual que articula tan generoso elenco? ¿Qué ideas fuerza, qué ejes de sustentación, qué motivos basilares ha logrado destilar aquí el autor a lo largo de cuatro décadas de empeño? En definitiva: ¿cuál es el tema del Boyle cuentista?
Sugiere en su prólogo Laura Fernández, editora del libro y responsable de la selección, que Boyle es un autor hilarante, divertidísimo, dueño de un agudo sentido de la observación que hace de él un impagable redactor de crónicas acerca de la enrevesada y absurda condición humana. La antóloga, de hecho, no escatima ditirambos al asegurar que el lector, literalmente, va a llorar de risa al leer estas páginas. Debo confesar que el pretendido humor maestro de Boyle no me ha hecho una especial gracia y que, por el contrario, he disfrutado con algunos de sus textos más «serios» u «oscuros» (las comillas son aquí también nabokovianas), caso de Si el río fuera whisky, un doloroso y vibrante cuento en la estela de Richard Ford; El Rey Abeja, una historia aterradora en torno a un niño psicópata; Chicxulub, un devastador relato a propósito de los miedos que convoca la paternidad, y Cuando desperté esta mañana, todo lo que tenía había desaparecido, una impecable narración acerca de las segundas oportunidades.
He tenido, en definitiva, la sensación de sintonizar la antena de la lectura en una frecuencia muy diferente, casi opuesta en realidad, a la que la editora del volumen propone, algo que, por descontado, no implica mérito o demérito alguno, pero que obliga a multiplicar el marco de referencia y el horizonte de recepción. Y es esa amplificación tanto del ámbito referencial como del discurso receptivo la que me permite aventurar una respuesta a la pregunta planteada con anterioridad.
Diría, entonces, que el tema de Boyle es la propia escritura entendida como ejercicio de estilo, como campo de pruebas, como crisol de posibilidades. Esto significa que, en estos relatos, la literatura no es un medio, sino un fin en sí misma. Es cierto que hay algunas constantes en el conjunto, que se repiten con la contumacia de una obsesión. La más evidente de todas ellas es, sin duda, el alcoholismo. Todos consumen demasiado alcohol en los relatos de Boyle. Lo hacen los hombres y las mujeres, lo hacen los padres y los hijos, lo hacen los felices y los desdichados, lo hacen los triunfadores y los fracasados. Se bebe en los bares y se bebe en los coches, se bebe en las casas y se bebe en el trabajo, se bebe durante la universidad y se bebe durante la jubilación, se bebe para celebrar la alegría y se bebe para espantar la muerte. Se bebe hasta la extenuación, épicamente, con una furia digna de Bajo el volcán de Malcolm Lowry y de Leaving Las Vegas de Mike Figgis. Pero todo ese alcohol que nubla el paisaje y que ahoga al paisanaje no conforma un tema, sino un clima, es más atrezo y atmósfera que núcleo o porqué.
La omnipresencia de alcohol no libera al lector de seguir cuestionándose acerca de qué tratan los relatos entregados a su consideración, todo ese despliegue, indudablemente brillante, que el autor ha encerrado bajo formas tan plásticas y consagradas como son el pastiche, la parodia, la alegoría, la confesión o el drama, y que ha dispuesto en escenarios tan plurales y sugestivos como son el fin de los tiempos, los domicilios familiares de Jane Austen y de Jack Kerouac, la cruda Alaska o el batiscafo del comandante Jacques Cousteau.
En más de una ocasión, Alfred Hitchcock aventuró la hipótesis de que se había dado el trabajo de construir toda una película para regalarse el gusto de rodar una escena en particular. Una parte nada desdeñable de los relatos de Boyle concitan una sensación no muy distinta. Su empleo de la sátira, en particular, estira los argumentos hasta lugares tan extremos (los trabajos y los días de un hombre mosca húngaro; las consecuencias de una escatológica tormenta de sangre; la jornada de un transportista que conduce un hígado humano para un trasplante y por azar se ve convertido en un héroe rescatador; la integrante de una caravana de mujeres solteras que se enamora de un hombre con pies de plástico; una casa reconvertida en refugio para ardillas lisiadas) que el lector tiene la sensación de asistir a una suerte de festival de juegos malabares de enorme destreza técnica, aunque de discutible interés literario.
Pirotecnia verbal, funambulismo argumental, agudezas sin número en el empleo de voces, perspectivas o soluciones de última línea, la excursión de Boyle al sinsentido contemporáneo no carece de mérito ni interés, aunque a este lector, al menos, le ha hecho añorar al autor de novelas tan notables como El fin del mundo y Música acuática.
—Ricardo Menéndez Salmón