P.- El libro se publicó en 2019 y realmente no puede ser más actual…
R.– Si tú conoces el origen de tu país –el pasado y el presente–, puedes dibujar la línea de la guerra en la historia actual y de los acontecimientos futuros. Ahora que este porvenir ha llegado, este volumen está siendo traducido a muchos idiomas. Y, lamentablemente, se vuelve cada vez más actual. No he cambiado ni una sola palabra en la nueva edición. Solo he escrito un prólogo y un epílogo. Me llegan muchísimas cartas y reacciones de varios países. En Finlandia, en una pequeña ciudad, de esta novela se han vendido unos 35.000 ejemplares. Cuando estuve en Helsinki, en una feria de libros, se me acercaron y me dijeron, ‘gracias por abrirnos los ojos y explicar lo que está pasando’. Me alegro mucho de que también se haya publicado en español y espero que, a través de él, los lectores españoles puedan aclararse con la situación tan grave que estamos viviendo.
P.- Su libro es una advertencia contra la corrupción del lenguaje, la normalización de la mentira. Pero si una mentira tiene más poder que la verdad, ¿quién será lo bastante valiente para desafiarla y arriesgarse a ser encarcelado o a morir?
R.– Es un buen –pero muy difícil y triste– tema. Es un libro muy duro. Ahora, en Rusia hay más presos políticos que cuando yo era joven y vivía en la URSS. Los meten en la cárcel y destruyen sus vidas. La gente que se atreve a utilizar las palabras correctamente, es decir, llamar guerra a lo que es una guerra y salir a la calle a protestar, está pagando un precio muy alto. Están siendo encarcelados, destrozando también la vida de sus familias. Hay personas que están dispuestas a ir a la cárcel para defender su verdad y la de sus palabras; son auténticos héroes. Pero es terrible pensar que esos sacrificios no van a ayudar en nada, no van a tener ningún beneficio ni resultado. Por ejemplo, Navalny se ha convertido en símbolo de protesta. Pero ha perdido su vida –heroicamente, por supuesto–, destrozando también a su familia. ¿Esa entrega traerá algo beneficioso para el país? Navalny es una persona muy mediática. Pero hay muchísimas más personas como él en el anonimato.
P.- En el libro cuenta que cada generación se enfrenta a los mismos problemas…
R.- Exactamente. Cuando era niño, en el año 68, había un grupo de disidentes que salieron a protestar a la Plaza Roja por la entrada de los tanques en Praga. Los arrestaron. Su vida se terminó ahí. En realidad, no les dio tiempo ni a terminar de abrir la pancarta que llevaban: algunos acabaron en la cárcel y otros con tratamiento psiquiátrico. Recuerdo muy bien las conversaciones entre mi hermano y mi madre. Para él, eran héroes, para mi madre, unos locos. Para muchos, ellos eran malditos porque no solamente habían salido a la calle, sino que también habían dado ejemplo a otros jóvenes. Mi madre temía que a mi hermano lo asesinaran por hacer lo mismo. Para ella esas muertes habían sido absolutamente inútiles porque en el resto de Rusia no se supo nada de ellos. Lo que más duele es que todo sea en vano: para mí estas personas son héroes y heroínas y para la mayoría de la población son traidores.
P.- Con sus libros y cartas abiertas, ha adoptado una postura muy crítica contra el régimen de Putin, ¿se siente seguro en Suiza?
R.– En la guerra la seguridad no existe en ningún lugar. Es una guerra total del siglo XXI, no solo matan en el campo de batalla, sino en todo el mundo. He recibido muchas amenazas. Por ejemplo, un email escrito en ruso desde Alemania, en el que ponía ‘Shishkin, el traidor. Muerte al traidor’. ¿Y qué tengo que hacer? ¿Callarme? ¿Qué sentido tiene mi vida? Es lo que el régimen quiere de sus subordinados. El pueblo debe desmoldarse, como formuló Pushkin en su histórico drama, Boris Godunov. Y el régimen quiere que el pueblo permanezca en silencio. Lo único que se puede oponer a ese silencio es la palabra. Y mientras yo viva, voy a hacer lo único que puedo: escribir y hablar. Cuando estuve en Finlandia, en la Feria del Libro, la editorial me puso un escolta. Pero, ¿quién te va a ayudar si te clavan un cuchillo por delante?
P.- En el libro describe cómo Occidente tolera las mentiras de Putin. ¿Por qué?
R.– Para empezar, me sorprende mucho cuando la gente escucha lo que dice Putin. ¿Qué más da lo que diga? Sus palabras no significan nada. Lo único que importa es lo que el régimen ruso está haciendo. Va a pronunciar maravillosas palabras sobre la democracia y la libertad. Las palabras en Rusia no tienen ninguna importancia. Siempre pongo el ejemplo de la Constitución de 1936, de Stalin. Allí están los derechos de los ciudadanos soviéticos. Es tan maravilloso, y garantiza tantísimas libertades, que me entran unas ganas tremendas de vivir en un país donde todo esto sea verdad. Pero los ciudadanos soviéticos de aquel momento vivían en el Gulag. En Rusia no importa lo que diga el gobierno, porque lo que hace es lo que relevante, y hace siempre lo mismo. La política occidental depende de los electores. Los políticos deben responder a sus palabras en las próximas elecciones. En Rusia, los electores dependen del gobierno. Y mañana, si Putin dice que hemos ganado y que han tomado Kiev, todos van a ir a la demostración y gritar ‘¡hurra!’.
P.- ¿Qué podría haber hecho Occidente en los 90 para apoyar la democracia rusa?
R.– De manera muy fácil, con su propio ejemplo: mostrar cómo funciona el Estado de derecho. Hay leyes, tú vives según ellas y si las violas, entras en la cárcel. Sin embargo, ¿qué hizo Occidente? Yo trabajaba como traductor y vi cómo gigantescas cantidades de dinero negro y sucio de Rusia llegaban a Suiza, a Londres, a Estados Unidos y a cualquier lugar. Todos los banqueros, abogados y políticos entendían que ellos violaban sus propios derechos. Pero claro, ¿qué ejemplo le dieron a Rusia? La sociedad rusa vio que el Estado de derecho occidental deja de funcionar cuando hay mucho dinero. Sin ese apoyo de Occidente, la creación de la corruptísima dictadura actual simplemente no habría sido posible. Si se hubiera aplicado el derecho, Putin estaría en la cárcel desde 1993. Gracias a las democracias occidentales en Rusia pudo crecer ese monstruo y su responsabilidad ahora es corregir este error y aniquilarlo. Pero ya es muy tarde.
P.- ¿Por qué es tarde?
R.– Ahora, la derrota militar de Rusia en esta guerra puede llevar a la pérdida de control sobre el armamento nuclear. Por eso, a Occidente le da igual si hay una democracia o una dictadura, lo importante es que por lo menos alguien controle el botón de la bomba. Occidente quiere acabar la guerra de Ucrania a toda costa, quiere congelar el conflicto. Y está dispuesto a estrechar la mano de Putin o de su sucesor, simplemente para no permitir que quede sin control el uso de las armas atómicas.
P.- ¿Saben los rusos que están siendo engañados o tienen un pacto con el gobierno?
R.– No hay ningún juego extraño aquí. Es una generación de personas que sienten que son héroes del gobierno. Se han sentido siempre rehenes de las propias autoridades y han desarrollado un fortísimo síndrome de Estocolmo. Prácticamente en cada familia hay una persona que se ha atrevido a asomar, a levantar la cabeza porque no estaba contenta con algo y se la han cortado en silencio. Históricamente, ya genéticamente, la gente ha elaborado esa estrategia. Es mejor apoyar a las autoridades porque así tienes más posibilidades de sobrevivir. En la base de este sistema de gobierno está el miedo. Es un cimiento muy fuerte. A la gente les resulta más fácil amar a las autoridades y realmente creer lo que dicen. Y si mañana en la televisión, a la gente se les dice que Navalny era un héroe y que Putin un espía japonés, se lo van a creer. Y van a decir que siempre lo sabían.
P.- Es decir, las personas tienen un pacto con ellos mismos por el miedo.
R.– Claro. Saben lo que pasa, pero por el temor no lo dicen. Hay un pacto, una declaración silenciosa: ‘vamos a hacer como si fuera así, pero en realidad entendemos la verdad del asunto’. Esta es la estrategia en la que crecimos también en la URSS. Te voy a poner el ejemplo de mi padre. En el libro hablo de la muerte de mi abuelo, en el gulag. Y mi padre fue a defender la tierra, aunque en realidad él defendía el régimen que mató a su propio padre. Pero psicológicamente lo salvó esa manera de pensar. ‘Yo soy un héroe, defiendo a mi patria’. Él no pensaba ir a defender a Stalin, que había matado a mi padre. Y luego durante el resto de su vida se identificó totalmente con esta victoria. Porque realmente el pueblo entero no tenía otro apoyo que pensar, ‘pues sí, hemos ganado esta guerra’. A una persona le importa sentir que ha hecho algo bueno en la vida. Y él, durante toda su vida estuvo orgullosísimo de haber liberado en persona a Europa del fascismo. Mi abuela me llevó a bautizarme a escondidas de mi madre. Yo leía libros prohibidos que eran muy importantes para mí. Todo estaba prohibido, como Nabokov o Joyce. La gente que ha crecido en una España democrática no puede entender de qué estamos hablando. Porque para Enrique Redel, el editor de Impedimenta, Joyce es el mejor escritor. Para mí, es más que eso: Joyce me salvó a los 16 años.
P.- Pinta un escenario apocalíptico de una Rusia en desintegración en la era post-Putin. ¿Existe un mínimo de esperanza para Rusia?
R.– Ahora estamos en un momento en el que no vemos ninguna solución para Rusia, ningún optimismo; no vemos ningún camino. Claro que habrá algún futuro para el país. Sin embargo, la Rusia que me gustaría que fuera mi país, en corto plazo, seguramente no existirá mientras yo viva. Entonces surge la pregunta, ¿no hay que luchar por el futuro de Rusia? Estoy convencido de que incluso si uno no puede vencer, hay que luchar. Porque yo defiendo mi dignidad humana. Y esos que salieron en 1968 sabían que no había nada que hacer, pero defendían su dignidad. Navalny era nuestra esperanza. Ahora nosotros somos su esperanza. Él defendía su dignidad humana. Ahora tenemos que defender la nuestra.
P.- ¿Tiene próximos proyectos relacionados con Rusia?
R.– Acabo de publicar un nuevo volumen. Es un libro de ensayo sobre los escritores rusos. Una mirada a la literatura rusa a través de la lente de lo que ha pasado, a través de esta guerra. Es como una especie de hora cero. Todo lo que existió está derrumbado y hay que empezar desde cero. Durante toda mi vida, bajo mis pies, había una tierra muy firme: un apoyo clave en la cultura y lengua rusas. Y con esta guerra, de repente, por primera vez en mi vida, sentí que no tenía ningún apoyo sólido. Ha llegado el momento de revisar todo el legado de la literatura rusa para ver qué es lo que queda y qué es lo que tenemos que tirar y reconfigurarlo. Se tiene que sacar de la cultura rusa todo lo que ha causado esta catástrofe, toda esta basura patriótica que contamina y que es lo que ha llevado a que fuera posible lo que está ocurriendo. Y quedarnos con lo que realmente vale. Es lo que pertenece verdaderamente a la cultura universal.
―Preslava Boneva