En una nota de presentación a la edición en español, cuenta la autora de esta novela —ambientada en Moldavia— que vivió en nuestro país en 2015 y que recuerda ese periodo como el más feliz de su vida. «Allí se fortaleció mi fe en la literatura», asegura, y fue entonces cuando decidió escribir La ciudad prometida, una obra que supondría su debut en 2019 y que le ha valido comparaciones con su compatriota rumana Tatiana Țîbuleac. Puede sonar a elogio hiperbólico, pero la pericia y la potencia narrativa de Valentina Şcerbani, la capacidad de su prosa para sugerir y evocar el dolor y la pérdida vinculados a la edad del fin de la inocencia, son impropios de una primeriza y asombran desde los primeros compases; por ejemplo: «El cielo vestía una sombra nacarada, y el horizonte se mostraba salpicado de leche. Estábamos a comienzos de septiembre y la tristeza del otoño cumplía su destino». Una promesa que tiene continuidad a lo largo de las 160 páginas de esta obra de extraordinaria lírica, nada afectada, que por cualquiera de sus partes ofrece sentencias memorables: «Ese día tuve la impresión de que vivíamos en acuarios o en vasos o en jarrones redondos o en frascos. El mundo exterior era para nosotras un paraíso perdido, bello como un sueño que no iba a suceder». La narración, solo poblada de mujeres en soledad, está repleta de dualidades: lo luminoso y lo oscuro, lo onírico y lo real, la muerte y la esperanza o el amor; la promesa, en fin, de un destino irreparable. Todos esos elementos desfilan y oscilan en un relato tan certero en lo psicológico como fascinante en lo atmosférico, donde los edificios adquieren rasgos y cicatrices humanas, donde el agua se manifiesta y se vierte por todos los estadios del espíritu y donde lo siniestro, lo lúgubre adquiere color y olor; donde lo dicho pesa tanto como un cuerpo exangüe y las imágenes de Şcerbani impactan y horadan, sacuden y exponen al lector a la intemperie: «Sobre la tierra, lechosa, se había posado la niebla. La lluvia había amainado. Debido a la niebla, la llanura parecía inmensa. Aquí y allá, la tierra era pedregosa y la pala entraba con dificultad. Pero las mujeres la sacaban con las manos. Con los dedos largos, secos, lastimados hasta hacerse sangre. Los dedos duplicados con el lodo». La ciudad prometida se lee como una ensoñación —o una pesadilla— de la que cuesta salir, como un cuadro de Chagall que seguimos viendo incluso después de cerrar los ojos. La visión de Valentina Şcerbani se queda con nosotros, persisten en su revelador empeño.
—Mercurio