Penélope Fitzgerald (Reino Unido, 1916-2000) lo explica en carta a su editor Richard Garnett. Allí y entonces –en 1977, hasta el momento tan solo biógrafa muy ‘sui generis’– Fitzgerald comenta al pasar que ha decidido probar con la novela y que ha escrito «una historia de misterio» más que nada «para superar la irritación que me provocó esa Exhibición de Tutankhamen, porque estoy segura que todo lo que hay allí es falsificación» y, de paso, vengarse de «alguien que fue particularmente desagradable conmigo durante una de mis visitas a un museo». Y, sí, de acuerdo: ‘El niño de oro’ (1997) es puro divertimento (su función original fue la de nada más distraer a su complicado y alcohólico y agonizante marido) y no está a las alturas de vértigo de cumbres como ‘Inocencia’, ‘El inicio de la primavera’ o ‘La flor azul’. Pero aquí también –aunque de manera primitiva y arqueológica– ya están todos las virtudes de quien fuera considerada por Julian Barnes como la más grande escritora inglesa de su tiempo y, además, «una de esas típicas abuelas aficionadas a elaborar mermelada casera»: su genio para la concentración expansiva, su bondadosa no maldad pero sí malicia, su pericia para destilar profusa investigación previa, y la palabra exacta para describir las emociones más inciertas. En este sentido, Fitzgerald siempre escribe como la más humanista de las científicas observando a sus personajes como si se tratasen de especímenes a los que catalogar y comprender.
De ahí que no tenga sentido explayarse en la trama de este ‘thriller’ cómico o en las idas y vueltas de sus personajes que parecen salidos de una exótica aventura de Tintín para adentrarse en uno de esos coloridos films de Wes Anderson. Todos como girando desorbitados con modales de una Agatha Christie que ha fumado alguna hierba exótica (a la que se alude en algún momento) e intercambia ‘cocktails’ con P. G. Wodehouse. Aquí, gran exposición sobre los garamantes (antiguo pueblo africano), improbables reliquias sacro-malditas, y luchas e intrigas entre académicos museológicos con la Guerra Fría como telón de fondo. Y, por supuesto, alguien es casi estrangulado en una de las alas de algo que (aunque nunca se le pone nombre) no puede sino ser el British Museum. Y un detective profesoral-austro-alemán judío… Pero todo se limpia y ordena para que las puertas vuelvan a abrirse a la mañana siguiente a una multitud de visitantes dispuestos a creerse cualquier cosa. Similar y agradecible efecto produce ‘El niño de oro’ en el admirador de Fitzgerald: un poco triste porque, con esta, ya se han traducido todas sus novelas pero todavía quedan su volumen de cuentos, sus cartas, sus biografías, sus ensayos y esa formidable ‘life’ que le dedicó Hermione Lee. Valiosas y auténticas joyas y artefactos que no sólo no se prohibe tocar sino que además se ruega leer.
—Rodrigo Fresán