Cuando Penélope Fitzgerald nació, en 1916, los adultos que -probablemente- se reunieron alrededor de su cuna presagiaron un gran futuro para la criatura -también es un suponer, pero parece razonable-.
El padre, Edmund Knox, era un poeta satírico que con el tiempo llegó a ser editor -durante diecisiete años- de la famosísima revista satírica Punch.
La madre, Christina Frances Hicks, fue de las primeras mujeres que tuvo el privilegio de estudiar en Oxford, lo que le permitió tener una exitosa carrera profesional, como química, hasta su muerte prematura.
El abuelo materno, Edward Hicks, obispo de Lincoln, fue un reformador social de ideas muy progresistas para su época; entre ellas, la lucha por el sufragio femenino y por la educación de las mujeres -también intentó, aunque no lo consiguió, eliminar la obediencia de los votos matrimoniales femeninos de la iglesia anglicana-.
Y los tíos paternos de la criatura fueron el teólogo y novelista de misterio Ronald Knox -miembro conspicuo del Detection Club-, el criptógrafo Dilly Knox y el estudioso de la Biblia Wilfred Knox.
Sin embargo, no publicó su primera novela, El niño de oro, hasta tener cumplidos los sesenta y un años, en 1977.
Y ahí es donde vuelven a cobrar mucha importancia los antecedentes familiares, especialmente la influencia de su padre y de sus tíos Ronald y Dilly.
Porque esta novela tiene una carga satírica tan brillante que es indudable que su padre -el editor de Punch– habría estado muy orgulloso de la capacidad crítica y humorística de su hija.
Esta novela de Penelope cumple a rajatabla el decálogo del tío Ronald y, por ejemplo, no hay chinos en ella -aunque sí un francés, un alemán y algunos rusos-, tampoco aparecen elementos sobrenaturales, ni gemelos, ni pasadizos…
También parece estar presente en El niño de oro la influencia del tío Dilly, el prestigioso criptógrafo que colaboró en descifrar el telegrama que empujó a los Estados Unidos a participar en la Primera Guerra Mundial -el telegrama Zimmermann-. Aunque me reservo el contar de qué manera -brillante- se advierte el recuerdo de este tío en esta novela.
Penélope Fitzgerald ambienta la historia de El niño de oro en la misma época en la que la escribe: en esos años setenta del siglo XX en los que la Guerra Fría era el marco geopolítico de un mundo sometido a las tensiones entre los bloques comunista y capitalista.
La historia tiene como localización principal un museo londinense innombrado -pero que inmediatamente nos hace pensar en el Museo Británico-. En él se realiza una exposición de los tesoros garamantes encontrados en 1913 por el prestigioso arqueólogo sir William Simpkin; ahora un ancianito encantador que durante la exposición parece mostrar muy poco interés por los tesoros que encontró en su lejana juventud y mucho por el sufrido público que resiste largas colas, en condiciones climatológicas muy duras, para ver la exposición.
Los tesoros garamantes, sir William y el resto de personajes de la novela, son todos fruto de la imaginación de la autora. Sin embargo, los garamantes fueron un pueblo muy real -fundamentalmente de granjeros y comerciantes- asentado en el norte de África, que tuvo su máximo apogeo entre los siglos VI a. C. y VIII d. C., y a los que se suele considerar antecesor de los actuales tuaregs.
Volviendo a la ficción, a la novela de Fitzgerald, el tesoro garamante ficticio, cuyas principales piezas son la momia de un niño y una madeja de hilo de oro, parece arrastrar una maldición que, durante la exposición, se traduce en algunos hechos muy alarmantes: un intento de asesinato y algunas muertes muy sospechosas.
Ciertamente, un museo lleno de antiquísimos tesoros y lóbregas salas es una localización estupenda para una novela de misterio.
Y el personal de un museo -desde el director a los subalternos- es un excelente caldo de cultivo para que con él Penelope Fitzgerald desarrolle sus grandes dotes de sutilísima ironía, humor y sátira:
“El Museo, en teoría un lugar digno y ordenado, un gran santuario para las creaciones más selectas del espíritu humano, era, para quienes trabajaban en él, una bronca constante, tosca y despiadada. Incluso en el silencio más absoluto se notaban los feroces esfuerzos del cultísimo personal por trepar la estrecha escalera de los ascensos. Había muy poco margen, y los de arriba, como los propios objetos expuestos, parecían conservarse mucho tiempo.”
Fitzgerald no es cruel; sí es muy inteligente, muy incisiva y muy divertida. Sabe bien de lo que está hablando -y burlándose- y se disfruta mucho de la ironía y del humor sutil que hay en cada página de esta novela -que a veces me han recordado a Tom Sharpe o James McClure- y que en ocasiones me ha producido verdadera hilaridad: el comentado viaje a la URSS o la estupenda apoteosis final.
Los hermanos Knox -a los que Penelope dedicó una biografía-, el abuelo obispo y la madre precursora tenían todo el derecho de sentirse orgullosos de aquella niña a la que ahora se considera una de las más importantes escritoras británicas del siglo XX.
—Totalnoir