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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Cuando Penélope Fitzgerald nació, en 1916, los adultos que -probablemente- se reunieron alrededor de su cuna presagiaron un gran futuro para la criatura -también es un suponer, pero parece razonable-.

El padre, Edmund Knox, era un poeta satírico que con el tiempo llegó a ser editor -durante diecisiete años- de la famosísima revista satírica Punch.

La madre, Christina Frances Hicks, fue de las primeras mujeres que tuvo el privilegio de estudiar en Oxford, lo que le permitió tener una exitosa carrera profesional, como química, hasta su muerte prematura.

El abuelo materno, Edward Hicks, obispo de Lincoln, fue un reformador social de ideas muy progresistas para su época; entre ellas, la lucha por el sufragio femenino y por la educación de las mujeres -también intentó, aunque no lo consiguió, eliminar la obediencia de los votos matrimoniales femeninos de la iglesia anglicana-.

Y los tíos paternos de la criatura fueron el teólogo y novelista de misterio Ronald Knox -miembro conspicuo del Detection Club-, el criptógrafo Dilly Knox y el estudioso de la Biblia Wilfred Knox.

Criada en este ambiente familiar y educada con el mayor esmero hasta culminar sus estudios en Oxford, era evidente que Penélope Fitzgerald -apellido que tomó de su marido- estaba en condiciones de conseguir grandes logros intelectuales.

Sin embargo, no publicó su primera novela, El niño de oro, hasta tener cumplidos los sesenta  y un años, en 1977.

Y ahí es donde vuelven a cobrar mucha importancia los antecedentes familiares, especialmente la influencia de su padre y de sus tíos Ronald y Dilly.

Porque esta novela tiene una carga satírica tan brillante que es indudable  que su padre -el editor de Punch– habría estado muy orgulloso de la capacidad crítica y humorística de su hija.

Además, es también una buena novela de misterio, que cumple muchas de las condiciones del whodunit clásico -con un grupo cerrado de sospechosos de uno o varios asesinatos-, de la que su tío Ronald también se hubiera sentido orgulloso, especialmente si tenemos en cuenta que ese mismo tío estableció el decálogo de la perfecta novela de misterio y en él mostraba también buena dosis del humor y la ironía que parecen haber sido un patrimonio familiar de los Knox.

Esta novela de Penelope cumple a rajatabla el decálogo del tío Ronald y, por ejemplo, no hay chinos en ella -aunque sí un francés, un alemán y algunos rusos-, tampoco aparecen elementos sobrenaturales, ni gemelos, ni  pasadizos…

También parece estar presente en El niño de oro la influencia del tío Dilly, el prestigioso criptógrafo que colaboró en descifrar el telegrama que empujó a los Estados Unidos a participar en la Primera Guerra Mundial -el telegrama Zimmermann-. Aunque me reservo el contar de qué manera -brillante- se advierte el recuerdo de este tío en esta novela.

Penélope Fitzgerald ambienta la historia de El niño de oro en la misma época en la que la escribe: en esos años setenta del siglo XX en los que la Guerra Fría era el marco geopolítico de un mundo sometido a las tensiones entre los bloques comunista y capitalista.

La historia tiene como localización principal un museo londinense innombrado -pero que inmediatamente nos hace pensar en el Museo Británico-. En él se realiza una exposición de los tesoros garamantes encontrados en 1913 por el prestigioso arqueólogo sir William Simpkin; ahora un ancianito encantador que durante la exposición parece mostrar muy poco interés por los tesoros que encontró en su lejana juventud y mucho por el sufrido público que resiste largas colas, en condiciones climatológicas muy duras, para ver la exposición.

Los tesoros garamantes, sir William y el resto de personajes de la novela, son todos fruto de la imaginación de la autora. Sin embargo, los garamantes fueron un pueblo muy real -fundamentalmente de granjeros y comerciantes- asentado en el norte de África, que tuvo su máximo apogeo entre los siglos VI a. C. y VIII d. C., y a los que se suele considerar antecesor de los actuales tuaregs.

Volviendo a la ficción, a la novela de Fitzgerald, el tesoro garamante ficticio, cuyas principales piezas son la momia de un niño y una madeja de hilo de oro, parece arrastrar una maldición que, durante la exposición, se traduce en algunos hechos muy alarmantes: un intento de asesinato y algunas muertes muy sospechosas.

Ciertamente, un museo lleno de antiquísimos tesoros y lóbregas salas es una localización estupenda para una novela de misterio.

Y el personal de un museo -desde el director a los subalternos- es un excelente caldo de cultivo para que con él Penelope Fitzgerald desarrolle sus grandes dotes de sutilísima ironía, humor y sátira:

“El Museo, en teoría un lugar digno y ordenado, un gran santuario para las creaciones más selectas del espíritu humano, era, para quienes trabajaban en él, una bronca constante, tosca y despiadada. Incluso en el silencio más absoluto se notaban los feroces esfuerzos del cultísimo personal por trepar la estrecha escalera de los ascensos. Había muy poco margen, y los de arriba, como los propios objetos expuestos, parecían conservarse mucho tiempo.”

Sin querer desvelar más de la trama, sólo puedo decir que Penélope Fitzgerald, en esta primera novela, se muestra absolutamente brillante en su capacidad de satirizar todo lo que se pone bajo la lente de su, metafóricamente hablando, potente microscopio: las élites académicas, administrativas y  políticas, las rencillas en las que derivan los celos profesionales de los gerifaltes del museo, el MI5, el KGB, el capitalismo y el comunismo -por una cuestión derivada de la exposición, un funcionario menor del museo tiene que realizar un viaje, en clase turista, a Moscú- y los intereses políticos y comerciales que se esconden detrás de actividades aparentemente culturales… y cualquier otra cosa que caiga bajo su aguda observación.

Fitzgerald no es cruel; sí es muy inteligente, muy incisiva y muy divertida. Sabe bien de lo que está hablando -y burlándose- y se disfruta mucho de la ironía y del humor sutil que hay en cada página de esta novela -que a veces me han recordado a Tom Sharpe o James McClure- y que en ocasiones me ha producido verdadera hilaridad: el comentado viaje a la URSS o la estupenda apoteosis final.

Además, la autora es capaz de crear tres personajes entrañables y también de mostrar una especie de piedad -aunque bañada de ironía- por ese sufrido público que durante horas hace colas sin entender muy bien para qué.
Hasta ahora solo había leído de esta autora La librería y me había gustado -también la película de Isabel Coixet basada en ella-, pero, después de haber leído El niño de oro, me he convertido en rendida admiradora de Penelope Fitzgerald.

Los hermanos Knox -a los que Penelope dedicó una biografía-, el abuelo obispo y la madre precursora tenían todo el derecho de sentirse orgullosos de aquella niña a la que ahora se considera una de las más importantes escritoras británicas del siglo XX.

—Totalnoir