En 2009 se cumplía el centenario del nacimiento de Eudora Welty (Jackson, Misisipi 1909-2001), y la editorial Impedimenta lo celebraba con la primera edición en castellano de La hija del optimista, novela que había obtenido el premio Pulitzer en 1973. El argumento es una historia sencilla, cotidiana: la enfermedad de un padre, la muerte, la aceptación del paso del tiempo, la conciencia de nuestra propia vida, la aventura de conocernos a nosotros mismos.
La novela se desarrolla en la década de los 50. El señor Mckelva, un juez retirado de 71 años, ha viajado a Nueva Orleans desde Mount Salas, una pequeña localidad de Misisipi. El motivo del viaje es visitar al doctor Courtand, antiguo vecino al que el juez había ayudado para que acabara su carrera. Acompañan al juez su hija Laurel, de unos 45 años, y su segunda esposa, Fay, algo más joven.
El señor Mckelva sentía molestias en un ojo porque se había lastimado con un rosal. Sin embargo el origen del malestar es distinto y debe operarse. Cuando el doctor le dice que la operación “no es cien por cien segura”, el juez bromea: “Bueno, soy un optimista”.
Fay, la esposa, aparece como una nota discordante. La conocemos a través de sus palabras y sus actos, a menudo teatrales, estereotipados, llenos de falsedad y reproches, lejanos al mundo de la familia Mckelva. Fay no comprende la relación de su marido con el doctor:
–Por qué actúa de ese modo tan amable? –dijo Fay mientras bajaban–. Apuesto a que cuando mande la factura sus honorarios no serán tan amables.
El optimista va a sentir por primera vez que la vida se escapa de su control. En el momento en que esperan a una ambulancia que lo traslade al hospital, Laurel percibe en su padre la actitud de “un hombre capaz de admitir una mínima incertidumbre en su futuro”.
En la novela subyacen algunos elementos autobiográficos, como el amor a los libros y a la lectura, que los padres de Eudora Welty le inculcaron a su hija. Un día en que Fay entra en la habitación del hospital sorprende a Laurel dormida en su silla, con las gafas puestas:
–¿Qué? ¿Fastidiándote los ojos también tú? Ya le dije que si no se hubiera pasado tantos años de su vida con la cabeza metida en esos libros viejos y polvorientos, ahora tendría unos ojos muy fuertes –le dijo Fay. Se acercó un poco más a la cama–. ¿Ya estás listo para levantarte, querido? –gritó–. ¡Oye eso! Está pasando un desfile en este mismo momento.
Fay pertenece a un mundo distinto, el de las conversaciones banales, los lugares comunes, la insensibilidad. Para Laurel, una mujer que vive en Chicago, donde trabaja como diseñadora, los libros forman parte de su vida:
Laurel adoraba sus propios libros, pero aún sentía más cariño por los libros de sus padres, porque eran tanto como sus propias voces. A altas horas de la noche, sus voces leyéndose mutuamente, en un lugar desde donde ella podía oírlas, sin que hubiera un silencio que los dividiera o los interrumpiera, se unían hasta convertirse en un susurro constante que envolvía a Laurel a medida que escuchaba, tan calladamente como si estuviera dormida.
Más adelante, vuelve a relacionar los libros con los recuerdos más hermosos de su niñez:
Todos y cada uno de aquellos libros habían sido en algún momento como miembros de su propia familia. Gracias a ellos, Laurel había oído sus voces, la de su padre y la de su madre. Y puede que no les importara realmente lo que leían, o no siempre; lo que verdaderamente les gustaba era el aliento vital que brotaba de aquellos libros, y aquellas palabras trascendentales construyendo la propia vida. En algunas parejas cada palabra que se pronuncia es maravillosa, o puede llegar a serlo.
Durante las horas que preceden al funeral del juez, los personajes hablan sin cesar. Los viejos amigos cuentan anécdotas de su vecino; la familia de Fay irrumpe bulliciosa en la escena: “¡Volved por donde habéis venido…! ¿Quién les dijo a estos que vinieran?”, les grita la viuda
Palabras y palabras insustanciales pretenden construir una imagen del juez contra la que Laurel no puede hacer nada: “Soy su hija. Y quiero que lo que la gente diga en estos momentos sea la verdad”. Por su mente cruza esta paradoja:
El misterio, pensó Laurel, no radica en lo poco que conocemos a quienes nos rodean, sino quizás en lo mucho que los conocemos realmente.
Para Laurel la familia de Fay es como tantas otras grandes familias atestadas de parentela que “podrían haber salido de cualquier tiempo difícil, del pasado o del futuro”, familias formadas “por aquellos que nunca comprenden lo que les ocurre”.
Después del entierro, Fay se va con su madre algunos días y Laurel se queda en la casa antes de regresar a Chicago. Busca antiguos papeles, cartas, algo que la ayude a comprender mejor su vida y la de sus padres. El juez no conservaba correspondencia, todo lo tiraba. En cambio, los cajones del viejo escritorio de su madre acumulaban cartas y recuerdos. Fay no había tocado nada pues, para ella, “nadie que tuviera necesidad de escribir podía considerarse una verdadera rival”. La vida de la familia había comenzado a cambiar con la larga enfermedad de la madre:
Su padre, en su hogareña bondad, sentía un terror pánico a toda clase de enfrentamiento privado, a todo tipo de divergencia frente a los seres queridos, y frente a lo real y lo explicable y lo objetivo. Era un hombre de gran sensibilidad; y lo que no tenía por naturaleza, había conseguido aprenderlo de su esposa. Se enfadaba con mucha educación. Lo que no podía controlar era su creencia de que todos los problemas de su esposa se solucionarían finalmente, por la sencilla razón de que no había nada que no le hubieran proporcionado ya.
Pero Becky, la madre, sí era consciente de lo que estaba sucediendo. En alguna ocasión le recrimina a su marido: “¿Por qué me casaría con un cobarde?”. A veces parecía consolarlo, otras le gritaba de rabia:
Ojalá pudiera saber qué he hecho yo… ¿Por qué es necesario que se me castigue así y no se me diga por qué?” Y luego se aferraba rápidamente a sus manos, a las de Laurel también. Su llanto no era un lamento; era rabia por querer saber y que se le negara el conocimiento; era la profunda rabia del amor.
El juez adoraba a su esposa y le hacía promesas de que todo iría bien; comenzó a considerarse “un optimista”. Pero eso era un motivo de sufrimiento para la madre, porque “la única persona a la que ella amaba desesperadamente (…) se negaba a aceptar que ella estuviera desesperada”.
Años después de morir su esposa, cuando casi ha cumplido los 70, el juez se casa con Fay, quien alguna vez se había referido a Becky como su “rival”. Laurel reflexiona ante esto:
La rivalidad no existe entre los vivos y los muertos, o entre la esposa antigua y la nueva; la rivalidad se crea entre el amor y la ausencia de amor. No hay rivalidad más amarga.
Es el momento en que Laurel recuerda a Phil, su marido, fallecido en la guerra, y llora de pena “por su amor y por los muertos”. En ese dolor, en esa fragilidad, Laurel se da cuenta de que “todo lo que había descubierto allí le había servido para descubrirse a sí misma”.
Phil ya no vive y es imposible volver atrás, saber lo que hubiera sucedido en un futuro que no existió: “El amor se había encerrado en su perfección y allí se había quedado”. Pero Phil aún podía decirle “cómo tenía que ser su vida”: “Pues su vida, cualquier vida –Laurel no tenía más remedio que creerlo así–, no era nada sino la pervivencia del amor”.
Una tabla de cortar el pan que Phil había fabricado para Becky, su suegra, se convierte en el objeto que desata el enfrentamiento entre Fay y Laurel. Toda la relativa calma y los silencios entre una y otra se van a convertir en furia y sentimientos desatados. Sin embargo, para entonces, Laurel ya había descubierto que:
Los recuerdos no viven en un objeto concreto, sino en las manos libres, perdonadas y liberadas, y en el corazón que puede vaciarse y llenarse de nuevo; en los motivos renovados por los sueños.