El lector pasa a menudo por las páginas como los pies sobre la Tierra; damos tan por sentado un paisaje precioso que, como decía Iris Murdoch, mientras cualquier alienígena se maravillaría ante una simple flor, nosotros apenas sabemos nombrarlas. Mientras en los plenos y en las salas de los colegios se discute si resulta equitativo el reparto entre horas de letras y ciencias, y (muy legítimamente) cuál es el orden y peso adecuados para los números, los versos y las notas musicales, en las aulas no sólo faltan plantas, sino que apenas se enseña al niño a distinguirlas. Aunque todos los conocimientos son enriquecedores e imprescindibles, la ignorancia sobre el paisaje acaba pesando sobre todo aquel que no escoja un sendero especializado. Puede que distinguir un álamo de un olmo (¿acaso le han aparecido en la mente imágenes claras al leer esos nombres?) no fuese nada útil, pero sí un acto de justicia hacia nuestro planeta.
Tan embebidos por la vida ordinaria, relegamos a un segundo plano lo que ciertamente es el fondo de nuestras funciones cotidianas. Según el horario común, sólo en sábados, domingos y festivos la vista se relaja y una óptica poco usada y, por tanto, con bastante desenfoque, comienza a fijarse en los árboles, las flores y las macetas mustias y desatendidas durante la semana. Un paseo por el campo, unas correrías con el perro por el parque, una visita al jardín botánico. Kathy Willis, conservadora jefe en los famosos Kew Gardens de Londres y coautora de Botanicum, debe experimentar de primera mano ese salto entre la vegetación encapsulada en un edificio espectacular y la rutina urbana sólo salpicada por los carromatos chic que venden las suculentas de moda. De algún modo nos hemos acostumbrado a que las señas de identidad del planeta sean decoraciones costosas, un frondoso salvapantallas que sólo podemos apreciar con la mediación de un monitor, de un cristal o de una costosa entrada. O, como es el caso de Botanicum, de papel, que no deja de ser un acercamiento más poético (sostenibilidad aparte) a la esencia de los árboles.
Los lectores reaccionan como esos paseantes de fin de semana, apartando los objetivos prácticos y escogiendo fijarse en la floritura, el detalle oculto, los trasfondos de la narrativa del día a día. En ocasiones, el ritmo habitual se contagia a la lectura y los ojos persiguen únicamente la trama; pero en los momentos adecuados sabrá detenerse a valorar lo que el colegio nunca le enseñó y lo que la vida le impide apreciar. El tiempo se congela y la imaginación se dispara ante las orquídeas de El sueño eterno, los rododendros de Manderley, las rosas amarillas de la condesa Olenska, el par de extrañas flores blancas que trae La máquina del tiempo, las espuelas de caballero, los guisantes de olor, las lilas y los claveles de la señora Dalloway. Tan desacostumbrados a encontrar esos ejemplares, tanto en las mesas (porque tener flores frescas parece una cara frivolidad) como en los jardines (extraño lujo para la mayoría de las familias), lector y autor enseguida añaden un significado simbólico, recordando las rosas medievales, las violetas que bañan a Ofelia, el albaricoque de Ricardo II.
Pero no todo tiene un doble sentido. El sentido más puro posible es revelar, de forma directa y honesta, la belleza de los alrededores. La inspiración ante cualquier curiosidad, sobre todo de la que se desvía de las ramas marcadas por los planes educativos y las agendas mediáticas. Ante ese propósito, los museos visuales ilustrados por Katie Scott constituyen el perfecto complemento a las lecturas de trama, a los saberes de moda y a la animación que bascula entre el cómic naíf y el hiperrealismo. Recuperando el estilo y el espíritu de aquellos antiguos infolios diseñados por viajeros que todavía tenían el privilegio de descubrir un mundo virgen, Scott diseña láminas festivas y sugerentes que invitan a plantearse preguntas sobre el parque, los jardines de pago y las macetas. Kathy Willis sabe escoger aquellos especímenes que capturan la atención de los visitantes de Kew Gardens (las orquídeas y las plantas carnívoras) y de otros más vulgares que encierran maravillas nunca vistas en las baldas del supermercado (la calabaza o las gramíneas).
El recorrido es ligero y riguroso, como esas galerías que permiten centrarse en el plano sensorial o tomar notas frenéticas para investigar, escribir y dibujar más tarde. En cualquier caso, un estímulo suficiente como para adquirir esa conciencia sobre los alrededores y la vida que nos sustenta que normalmente creemos vedada a los personajes de ficción y a los poetas: Stendhal viendo el amor en la hiedra, Keats en las ramas primaverales y Robert Frost en los abetos de Nochebuena; todos ellos como los niños de La materia oscura que suspiran en el jardín botánico de Oxford: separados por el tiempo o el espacio, la vegetación y los libros continúan respirando igual en todas partes.