Muchos han querido ver en Rusia un misterio. El alma rusa es indesvelable, oculta, envuelta en enigmas y, a la postre, todo esto hace de Rusia una realidad inexplicable. ¿No es este un lugar común que hemos escuchado en ocasiones? Pero, ¿en qué consiste el espíritu ruso? Esto ya se lo preguntaban los literatos occidentales una vez que las novelas de Dostoievski o de Tolstói irrumpieron en el panorama cultural europeo a finales del siglo XIX. El misterio perduraba bien entrado el siglo XX y era recibido con curiosidad en el Reino Unido, asombrados los escritores británicos de cómo el esfuerzo ruso por explicarse a sí mismos había iniciado una corriente de reflexión acerca del espíritu nacional propio de una manera que Dickens o Thackeray nunca se aventuraron a hacer en el pasado (o así lo entendía el biógrafo de H. G. Wells, Lovat Dickson). A Virginia Woolf le impresionaba la pasión con la que esos rusos afirmaban la existencia del alma rusa y a D. H. Lawrence casi le parecía de mala educación semejante obsesión. Pero la vaguedad de qué es eso del «alma rusa» seguía fascinando, sobre todo, por sus contradicciones: el ruso amaba la libertad y, al tiempo, sufría con paciencia infinita los más ásperos sufrimientos, provenientes, a menudo, de sus propios gobernantes.
La tesis es sencilla: Rusia sigue viviendo, mental y políticamente, como una provincia del Imperio Mongol. Cuando la Horda de Oro aparece en la vida de los eslavos, estos ya habían sido divididos en una multitud de principados enemistados y ya habían escogido el camino del cristianismo ortodoxo que rompió (incluso lingüísticamente) la relación con el mundo greco-judeo-católico. Deshecha la Horda, el principado de Moscú, anterior provincia o ulus del Imperio Mongol, se erigió en dominante e inició la invasión de los territorios circundantes para alejar el riesgo que presentaban los católicos del oeste y los musulmanes del sur.
En los momentos de apertura a occidente, Rusia ha visto aparecer otra alma, la de las ideas modernas, la de la autonomía personal, incluso la de la democracia, que siempre han planteado un peligro para ese pegamento imperial que ha unido histórica y territorialmente a Rusia. Una confrontación que se ha saldado en dos ocasiones, en febrero de 1917 y diciembre de 1991, con un regreso al poder centralizado y omnímodo.
En Rusia, mantiene Shishkin, desapareció la servidumbre y la sustituyó el servilismo, desapareció el Gran Kan y lo sustituyó el presidente electo, por ahora Vladimir Putin, en una forma de democracia en la que «las elecciones presidenciales dan a los súbditos la posibilidad de mostrar su adhesión». Así perdura la sumisión de la mayoría de los rusos a la idea imperial, patriótica y nacionalista que los encierra en el cinismo y la resignación. Desvelar el por qué de este «espíritu ruso» es a lo que está dedicado este libro de muy recomendable lectura.
—Óscar Vara