Mientras escribía ‘Solenoide’, Mircea Cartarescu también vivía con esta historia dentro. En realidad lleva conviviendo con ella casi cuarenta años, dejándola crecer desde el interior en sus cuadernos de notas, que se llenaron de indagaciones y detalles que ahora han encajado como piezas de un puzle en ‘Theodoros’ (Impedimenta), la historia de un personaje pendenciero, nacido en la gélida Valaquia rumana, que capitaneó piratas en el Egeo y que acabó sus días como emperador de Etiopía.
El libro comienza con un conjuro estremecedor y hunde sus raíces en un fondo mítico del que surgen Salomón y la Reina de Saba y antiguas iglesias cristianas talladas en las rocas de África. Datos reales y fabulaciones forman una selva narrativa infinita, en la que aparecen la Reina Victoria, el bisabuelo de John Lennon o el emperador de los Estados Unidos, que existió.
—Dice que ‘Theodoros’ sólo aspira a ser una obra de ficción, pero también que es la obra de una vida. ¿Cuándo y por qué decidió escribirla?
—He escrito ‘Theodoros’ en dos años, en el mismo estado de trance y de olvido de mí mismo en el que he escrito todos mis libros, así que conservo de este texto solo lo que conservas de un sueño que se esfuma al alba. No sé por qué he escrito este libro, no sé cómo lo he escrito, pero estoy muy agradecido por haber podido terminarlo con éxito. No me he documentado en absoluto y, sin embargo, todos los detalles históricos son exactos. No he borrado nada ni he editado nada, pero todas las rueditas, los muelles y las articulaciones del libro son coherentes. Lo que el lector tiene entre sus manos es la primera versión del libro, no ha sido revisada ni modificada. No tenía ningún plan, tan solo un campo lingüístico e imaginativo a partir del cual el libro se ha hecho solo.
—Las historias y leyendas trenzadas que ha elegido forman un corpus a la vez europeo y fronterizo (el imperio Otomano, el de Etiopía, el Egeo y EE.UU.) ¿Por qué volver la mirada a estas raíces culturales del oriente europeo?
—Hace casi cuarenta años encontré, en los textos de un modesto y olvidado memorialista del siglo XIX, una pequeña anécdota que contenía el asunto novelesco más maravilloso del mundo: la vida de un hombre corriente torturado por un solo pensamiento, por una única ambición insensata, convertirse en emperador. Y al cabo de unas asombrosas aventuras transcurridas a lo largo de medio siglo, esa idea inverosímil sucedía: el pequeño sirviente de Valaquia conseguía convertirse (cuenta el memorialista) en el emperador Tewodros II de Etiopía. Ninguna historia vital me había parecido nunca tan cargada de potencial poético, lingüístico, narrativo, exótico, imaginativo. Pero mis fuerzas hace diez, veinte o treinta años no eran suficientes para escribir este libro. He tenido que llegar a los sesenta y cinco para poder adueñarme de él. Escribí los treinta y tres capítulos de un tirón, asistiendo con pasividad a una especie de milagro: el libro se abría en mis manos como esas flores exóticas que florecen solo una vez.
—¿Hemos perdido, cegados por el presente, el sentido primordial del relato que nos lleva a compartir mundos y pasados remotos? ¿Estamos dejando de compartirlos en la era de la comunicación instantánea? En ‘Theodoros’ todo está conectado.
—Yo no soy un narrador, sino un poeta. Construir historias no me parece la culminación del arte literario, sino su punto de partida, su fundamento. Quien no pueda construir una historia no tiene nada que hacer entre escritores. La cúspide del edificio, lo que desgarra las nubes, es, sin embargo, la poesía de cada libro. Pero tiene usted razón: tampoco las historias son lo que eran. Después de ‘Cien años de soledad’ ningún libro ha contado historias. Quiero decir historias de verdad: esas que te ponen la piel de gallina, que te hacen sentir ganas de llamar por teléfono al autor para darle las gracias, como decía Salinger. En ‘Theodoros’ se entrecruzan decenas de historias que funcionan de manera sincrónica, como los engranajes de un reloj, en varios niveles de complejidad y significado. Si solo uno se estropea, el reloj se detiene y hay que tirarlo a la basura, porque nadie puede repararlo. Sherezade sigue siendo la gran diosa de la prosa imaginativa y los libros que quedan fuera de su sombra, aunque sean maravillosos, parecen en cierto modo tristes y apagados.
—Si la cultura es decorativa, si no profundizamos en el arte, como dijo Wilde, a nuestro propio riesgo, ¿qué tipo de mundo nos queda?
—Los libros son un sistema, no una acumulación. La profundidad de cada libro viene dada por el lugar que ocupa en el sistema de la literatura. Un escritor importante es consciente en cada momento de que es el producto de tres milenios de literatura, desde Homero y Safo hasta la actualidad, y que esta literatura de una inmensa profundidad y presión habla a través de él como a través de un oráculo. Al mismo tiempo, un autor verdadero sabe que también él tiene que inventar un nuevo movimiento en el tablero y cambiar así el sistema entero, el edificio entero. De ahí la responsabilidad de la escritura, que pesa sobre sus hombros como la vestimenta de plomo de los condenados en el Purgatorio de Dante.
—No quiero mostrarme demasiado crítico con la literatura de hoy en día. Vivimos una época extraña en la que, como dice Leonard Cohen en una de sus canciones, la gente ha traspasado un umbral y ha pervertido la geometría serena del alma. Sin embargo, al igual que el amor, la poca literatura verdadera que resiste todavía, asumida, seria, íntegra, encontrará siempre un camino hacia el alma del lector.
—Europa ha llegado a su fin muchas veces (Imperio Romano, invasión Otomana, pestes, guerras mundiales…), ¿qué hizo Europa otras veces cuando todo acababa? ¿Cuál es el papel de la cultura o la literatura en ese proceso?
—Tal y como afirmé en un antiguo ensayo, «Europa tiene la forma de mi cráneo». Yo soy Europa, porque he sido moldeado por sus conceptos y paisajes desde que nací. No soy eurocéntrico y siento un profundo respeto por todas las demás culturas. Pero me siento mejor aquí, en esta pinacoteca, biblioteca, lámina de arquitectura y sala de conciertos inmensa que es nuestro continente. Desgraciadamente, esta misma tierra bienaventurada ha sido siempre, durante muchos siglos de historia sangrienta, matadero, morgue y cementerio, algo que sigue vigente hoy en día. Para mí Europa significa estar en casa, con todo lo bueno y lo malo. Tiene usted razón: antes que un constructo económico, político, financiero o militar, Europa es un constructo cultural, y eso la hace débil pero le concede también la fuerza para sobrevivir. El arquetipo del europeo ha sido siempre Hamlet, el dubitativo, el poeta, el solitario, el opuesto al hombre de acción
—La crueldad que imponía el imperio británico queda patente en el libro. ¿Acertamos si creemos que Occidente debe pagar las culpas del siglo del colonialismo ahora?
—Mi libro es ajeno a las ideologías y el siglo XIX reconstruido aquí es uno dominado no por Karl, sino por Groucho Marx. Del mismo modo, ‘Theodoros’ es una novela completamente anti-maniquea en la que en el Juicio Final no se juzga a nadie. Yo no juzgo, tan solo contemplo. Un gran escritor rumano dijo sobre sí mismo «siento enormemente y veo monstruosamente». Eso es más o menos lo que he pretendido hacer yo. A pesar de todo, no he podido escribir sobre el mundo victoriano sin poner en evidencia sus monstruosos apéndices: la hipocresía moral, el desprecio por la mujer y los aborígenes, el ‘bigotismo’, los crímenes en masa contra los desposeídos. Me resultan sin embargo completamente ajenas las guerras culturales de hoy en día, los choques de civilizaciones, las venganzas por los hechos del pasado. Mirando hacia atrás con ira solo puedes revivir un pasado violento.
—Theodoros dice en su carta de suicidio que es la hora de «mi negra y tatuada África», «violada y saqueada por vosotros». ¿Es una metáfora para el presente en el momento de la gran migración?
—Naturalmente, Tewodros II escribía con gran hipocresía esas líneas de su carta final, pues él, como tirano, había causado a sus súbditos mucho más sufrimiento que todo el que pudieron causarles los ingleses (los cuales no fueron tan solo opresores, sino también civilizadores). Pero a través de sus palabras he hablado yo, con todo el cariño y la comprensión por ese continente mártir que ha sido y sigue siendo África. Nunca he estado en Etiopía, pero he reconstruido ese país con la delicadeza de un orfebre, atento a todas sus bellezas y valores. Mi libro contiene un gran respeto por los seres humanos de todas partes, sobre todo por los despreciados, los oprimidos, los perseguidos que llevan la vida en sus manos cada día. Los he conocido no solo en África, sino en todas partes adonde me han llevado los viajes imaginarios, desde Valaquia, donde los gitanos eran considerados infra-personas, hasta el Archipiélago griego y el Jerusalén del rey Salomón.
—Vuelve la guerra al oriente de Europa (Rusia y Ucrania; Israel, Líbano e Irán). Usted escribió para nuestro periódico ABC un hermoso texto que aspiraba a que ese peligro sirviese para reforzar la conciencia europea, como hizo en Grecia la amenaza persa. ¿Aún lo cree?
—He mantenido la misma opinión desde el principio de la agresión rusa en Ucrania: con esta guerra, Rusia ha abandonado el mundo europeo civilizado y ha regresado hacia su historia de estepa, invasiones y matanzas. Se trata, diría yo, de un fenómeno histórico muy curioso que sería solo una anomalía si no manara de él sangre inútil, estúpida, insensata. Una sangre que no le sirve a nadie, ni siquiera a Rusia. Ucrania ha demostrado ser una nación heroica, un David que se enfrenta orgulloso a Goliat a pesar de la diferencia de estatura. Es la defensora de todo lo que hoy en día llamamos civilización.
—¿Le desencanta el desarrollo del conflicto y las pequeñas y grandes traiciones en el seno de la UE? ¿En qué peligro está Europa, como proyecto político y cultural?
—Ni Europa ni América han hecho todo lo necesario para reforzar ese escudo, y algunos estados europeos han sido, como dice usted, ciertamente desleales y traidores, infestados de agentes y de propaganda rusa. Sin embargo, no me siento decepcionado: la OTAN ha comprendido mejor cuál es su papel y la situación de las elecciones norteamericanas parece dirigirse hacia una resolución favorable a Ucrania (y a la humanidad entera), algo que no es precisamente poco.
«En el curso de la guerra de Ucrania no me siento decepcionado: la OTAN ha comprendido mejor cuál es su papel»
—Hay en ‘Theodoros’ mucha ironía frente al poder. Emperadores circenses como el estadounidense Joshua Norton, qué sí existió, y la imposición de los piratas, bajás, boyardos cuyo poder es poco frente a la corriente del gran río de la historia. ¿Cuál es su visión del poder hoy?
—No he entendido jamás el concepto de poder. ¿Para qué es bueno? ¿Para qué sirve? Yo nunca he ocupado una posición de poder: ni cargo alguno ni el deseo de dar órdenes a otros, ni siquiera el deseo de ‘gobernar’ mi familia, como pretenden tantos hombres. No soy orgulloso, no tengo crisis de personalidad. Creo que la bondad y la comprensión son mucho más importantes en la convivencia con los demás. Theodoros tiene una ambición sin límites. Él no busca el poder para oprimir, sino para glorificarse a sí mismo. No desea bienes materiales, sino una ascensión asintótica, enloquecida: no le bastaría solo un trono terrenal, y si consiguiera el celestial, seguiría aspirando a otro más elevado. Este demonismo medio aterrador medio ridículo de mi personaje lo diferencia de cualquier otro personaje literario (de cuantos yo conozco) y se parece tan solo a la ascensión ilimitada del niño de piedra Ullikummi de la mitología hitita. Theodoros no es un ambicioso cualquiera, sino un ambicioso arquetípico.
—¿Qué fue lo más difícil, mezclar personajes reales y ficticios, tomar el marco histórico y falsificar el cuadro?
—He escrito ‘Theodoros’ como todos mis demás libros, como si construyeras un automóvil no con piezas separadas, sino en cortes transversales, como una impresora 3D: un primer corte abarca una sección del parachoques delantero, la matrícula del coche, el carburador y los neumáticos. Otro corte abarca una banda del capó, una sección del motor, del eje de transmisión y los guardabarros. Y así hasta el final, uniendo cada corte a los anteriores hasta llegar al parachoques trasero. Es una forma de escribir insensata e imposible, que supone tener todo el libro en mente, con todos sus detalles, pero eso es lo que he hecho siempre y no sé escribir de otra manera.
—Las pequeñas historias son orfebrería literaria de costumbres y vidas…
—Para que un sueño impresione, tiene que ser más preciso y más concreto que la propia realidad. Por ello me he divertido haciendo que cada detalle de mi novela pseudohistórica sea real y verificable. Solo he utilizado historias reales que al principio parecen fantásticas, pero que pueden ser verificadas históricamente. Como la historia de la jirafa del emperador de los Estados Unidos, la de la invención de la pluma y, finalmente, la del propio Theodoros con sus tres metamorfosis, de Tudor a Theodoros y a Tewodros. Mi novela es el campo de la irrealidad más geométrica.
—Jesús García Calero