El lector de Mircea Cartarescu se ha venido familiarizando con una escritura que transparenta su propósito de conformarse como una gigantesca enmienda a la realidad. El autor rumano no es sólo un exquisito explorador del lenguaje concebido como una herramienta destinada a generar belleza y conmoción, sino que obra como un demiurgo aplicado en la concepción de mundos alternativos, desvíos que la imaginación toma a la hora de fundar y de colonizar espacios propios, cuyas leyes conculcan las habituales y exigen una adhesión absoluta por parte de quien permanece a este lado del discurso. La puesta entre paréntesis de lo real en beneficio de su redefinición, de su reubicación y, llegado el límite, de su derogación ha conocido frutos tan notables como la trilogía «Cegador», redactada entre los años 1996 y 2007, o como la explosiva «Solenoide», publicada originalmente en 2015, quizá el Objeto Literario No Identificado más fascinante que ha sobrevolado el cielo de la literatura europea en lo que va de siglo.
La nueva entrega dentro de la ficción narrativa de Cartarescu, «Theodoros», resulta solidaria con las coordenadas de la mencionada aventura y con su muy exigente y peculiar idiosincrasia. Pues si bien arranca de un acontecimiento constatable (la existencia objetiva de un hombre llamado Theodoros, cuya suerte se menciona en una carta de 1883 atribuida al político y memorialista Ion Ghica), el autor bucarestino se sirve de esa coartada para formular una novela que habita con un pie en el mito y con el otro en la Historia, construyendo una narración de resonancias arquetípicas en la que la Judea del rey Salomón, los vaivenes ideológicos que sacudieron la segunda mitad del siglo diecinueve y la peripecia de tres territorios tan dispares como Valaquia, la Grecia insular y Etiopía se tienden la mano a través del trayecto desquiciado de un hombre que, al modo del Dios cristiano, es Uno y es Trino, es esencia y es multiplicidad, es carácter y es destino.
En efecto, «Theodoros» aspira a entregarnos el relato de una vida que en realidad son tres. La de un muchacho pobre y menesteroso, llamado Tudor, nacido en el sur de lo que un día merecerá en los mapas el nombre de Rumanía; la de un pirata aterrador y legendario, conocido como Theodoros, que asolará con sus barcos de rapiña las islas que constelan Grecia; y la de un emperador de emperadores, ungido como Tewodros II, y que desde su soberanía abisinia se reclamará legítimo heredero de los descendientes de la reina de Saba y de la fenomenal andadura del Arca de la Alianza. Tejer la continuidad de estas tres vidas es el reto no menor que vertebra «Theodoros», novela a la que el autor aplica su proverbial paleta, tan rica y poliédrica en recursos. Asistimos así a abundantes digresiones temporales, nos salen al paso subtextos que alimentan con su savia el texto primordial, se nos entregan los habituales excursos hacia los campos de la religión, de la filosofía y de la poesía, somos testigos de fantasmagorías sin número, de violencias abisales y de revelaciones prodigiosas, participamos de enigmas que pautan la conversión de la vida del protagonista en una quest infinita y, por descontado, se nos invita a comulgar con el primer y más decisivo mandamiento de las Tablas de la Ley de Cartarescu: la identificación estricta, severa e innegociable entre mundo y libro.
El narrador de Theodoros interpela al lector nada menos que desde el Día del Juicio Final, acontecimiento que Todos los escritores son mortales Ricardo Menéndez Salmón por cierto tendrá lugar el 4 de febrero del año 2041, un lunes cualquiera en los calendarios: no queda mucho tiempo si queremos enmendarnos y llegar limpios de culpa a la cita. El alias de ese narrador bien podría ser Multitud, pues acoge la voluntad, el gesto y la voz de los siete arcángeles: Miguel, Gabriel, Rafael, Uriel, Sealtiel, Jehudiel y Barachiel. Esta decisión formal permite a Cartarescu no sólo moverse por «Theodoros» armado con la impedimenta del narrador omnisciente de la novela decimonónica, sino dotar a su texto de un carácter ejemplificador. La peripecia de Tudor/Theodoros/Tewodros, que es la de un hombre entre millones («bestia de rostro humano, lirio de fragancia celestial»), acaba por constituirse como epítome de nuestra condición, con su cortejo de luces y sombras, libre albedrío y necesidad, heroísmo y servidumbre. Así, el recuento exhaustivo de la triple vida del protagonista, contenido en el dictado implacable y detallista hasta la extenuación de los siete arcángeles escritores, encarna en un colosal libro de cuentas, en la suma de los debes y de los haberes que cualquier existencia arroja, un documento que en el episodio que clausura la acción, durante el trance escatológico del combate por el alma de Theodoros que tiene lugar entre los servidores de la luz y los súbditos de la oscuridad, explicita de forma paradigmática la antiquísima correspondencia existente entre cada vida y su relato que la novela asume desde la primera página.
Pero sin desmerecer su ambición ni negar su interés, «Theodoros» no acaba de convencer. A medida que la acción avanza, la obra languidece y su premisa se debilita, la prosa no nos exalta, ni siquiera la belleza siempre musculada de la prosa de Cartarescu parece recompensa suficiente. La sensación es que el novelista ha forzado aquí la mano para que su historia ofrezca un mosaico extremadamente preciso y armónico, pero que con ello sólo ha logrado que las costuras de la novela acaben por evidenciarse, de modo que lo que en textos previos encendía la mecha del asombro, provoca en esta oportunidad una cierta sensación de trampantojo, algo sensible de manera especial en los episodios que apuntan a la búsqueda del Arca como ministerio último de la vocación del protagonista. No en vano, y más allá de consideraciones siempre delicadas relativas al gusto y de disputas a menudo bizantinas en torno a las relaciones entre continente y contenido, la lectura de «Theodoros» nos instala en la certidumbre de que todos los escritores, incluso aquellos tan grandes como Cartarescu, son mortales.
—Ricardo Menéndez Salmón