La librería Troa-Zubieta, situada en Reyes Católicos, acoge hoy a las siete de la tarde la presentación de este libro de Jon Bilbao (Ribadesella, 1972), editado por Impedimenta y con el que el autor culmina una saga del Oeste ampliamente elogiada como una de las mejores del panorama literario.
—¿A qué retos le ha llevado la tercera parte de esta saga?
—Sobre todo a poner punto final a un trayecto de cinco años con varios libros detrás. Es la conclusión de un arco narrativo y quería, por un lado, que estuviera a la altura, y darle a los personajes el final que se merecían. Durante estos años los personajes me han proporcionado muchas satisfacciones y, es verdad, también bastantes retos. Quería que el libro acabara bien, no en el sentido de un final feliz, con un idealismo irreal o ingenuo, sino un final potente, que deje un buen recuerdo de estos personajes.
—¿Es mejor conocer los dos volúmenes anteriores de la trilogía para entrar completamente en la historia?
—’Matamonstruos’ es una tercera parte, pero con la intención de que tenga una entidad propia y sea autoconclusivo. Que quien no ha querido o no ha podido leer los anteriores lo comprenda y lo disfrute. No solo aparecen nuevos personajes y tramas, sino que hay una serie de recapitulaciones de lo sucedido en los libros anteriores de manera que sea perfectamente comprensible y disfrutable por sí mismo.
—¿Cómo es la evolución de John Dunbar a lo largo de estas tres novelas?
—Es el cambio más grande que se produce en los tres libros. Cuando Dunbar (Basilisco) aparece por primera vez es exactamente eso, un personaje hecho de manera intencionada con cuatro brochazos. Es un arquetipo buscado, el habitual protagonista masculino de este tipo de narraciones ambientadas en el Oeste. Es parco en palabras, solitario, resolutivo, violento, arisco. Y, claro, es un personaje limitado debido a esos pocos rasgos y habilidades que posee.
—¿Y ahora cómo es?
—Desde el principio la intención era, partiendo de ese claro personaje reconocible, ir humanizándolo y añadiendo capas, dobleces, subtextos, ambigüedades, contradicciones. De manera que al final podamos comprenderlo un poco mejor e, incluso, empatizar con él dado que muchos de sus problemas y dudas las puede tener una persona de aquí y ahora. Inicialmente creo que era casi imposible empatizar con Dunbar porque prácticamente ligaba con la abstracción. Ahora es alguien mucho más humano y terrenal.
—¿Qué busca en esa mezcla de realidad y ficción presente en la trilogía?
—No es que haya mezcla de realidad y ficción. Hay mezcla de ficción y de ficción dentro de la ficción. O sea, todo es ficción, pero a diferentes niveles. Pero, más allá de esto, en ‘Matamonstruos’ hay una búsqueda y una reflexión. Se plantean preguntas sobre el peso de la ficción en nuestra realidad. La trilogía tiene temas que funcionan como vasos comunicantes, ya sean las transiciones, ya sea la masculinidad. Pero en cada uno de ellos un tema se erige como protagonista, y en ‘Matamonstruos’ es una reflexión acerca de la ficción.
—Dice que en esa reflexión «no hay una búsqueda ingenua».
—En ningún momento se plantea que las ficciones que nos rodean desde que somos unos bebés puedan llegar a suponer una panacea ni una solución a todos los problemas. Incluso pueden llegar a ser peligrosas, te pueden distanciar de la realidad y bloquearte.
—¿Qué le atrae más del género del ‘western’?
—Se ha convertido en un lenguaje narrativo universal. No es que esté circunscrito a Estados Unidos y a una época muy concreta de su historia, sino que una vez que consiguió sacudirse de encima toda la carga ideológica que llevaba consigo comenzó a cruzar fronteras y se empezaron a rodar y a escribir y a dibujar ‘westerns’ en cualquier lugar del mundo. Hasta el extremo de que hoy se pueden ambientar en cualquier espacio geográfico y periodo de la historia. De manera que con esa plantilla preestablecida que te proporciona el género puedes contar lo que te apetezca, llevándolo a tu propio terreno.
—¿Cómo es la relación de John Dunbar con la violencia?
—Ha ido cambiando. Al principio básicamente era como esos niños pequeños con problemas de comunicación que dan salida a su frustración pegando a los com- pañeros del colegio. Después va dosificando la violencia y adquiere otros recursos más sofisticados para resolver los problemas, sobre todo la capacidad de comunicación. Lo logra a lo largo de un viaje extenso, afrontando situaciones que para él son completamente novedosas. Y, sobre todo, tratando con personas que son muy diferentes a él y a las que había conocido hasta entonces. Le enseñan cosas nuevas y, entre ellas, a conocerse mejor.
—¿Qué referencias de este género le interesan? ¿Escritores como Cormac McCarthy o Larry McMurtry, por ejemplo?
—Sin duda Cormac McCarthy es un faro. Y, cambiando de medio, me gustan mucho los álbumes franco-belgas de Blueberry, dibujados y guionizados por Charlier y Giraud, respectivamente. En el cine la lista podía ser sumamente larga. Empezando por Howard Hawks y siguiendo por Sam Peckinpah.
—¿Es cierto que escribir le ayuda a controlar el caos?
—No sé si llegó a conseguirlo, pero para mí escribir es una forma de poner orden a las ideas. De pasarlas a limpio y eso me da una gran sensación de control. Eliges las palabras y tratas de sacar el mayor partido posible de ellas. Estructuras las historias a tu modo, pero, al mismo tiempo, te permite abrazar no el caos, sino la parte de la vida que escapa a tu control. Tienes que asumir que no todo está en tus manos. Y la escritura, por mucho que domines las herramientas técnicas, tiene una parte irracional.
—Roberto Herrero