La premisa era de por sí una maravilla: en una carta fechada en 1883, el diplomático Ion Ghica le dejaba caer al diplomático Vasile Alecsandri que el rey Tewodros II de Etiopía había sido en realidad un joven rumano llamado Theodoros, hijo de sirvientes de la corte de Valaquia, desaparecido años ha y reaparecido al tiempo convertido en un feroz pirata capaz de usurpar el trono de todo un imperio africano. Esta intrigante historia, que parecía sacada de un cuento o una profecía, carecía, claro está, de prueba, pero quizás por eso, hace cuarenta años, atraparía la atención de Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956), quien se juró escribir la epopeya de ese tal Theodoros.
«Theodoros» (2022) es así la novela de la vida de Cărtărescu, un empeño personal largamente postpuesto a la espera de que sus habilidades como escritor le permitieran levantar, desde la ficción, esta historia que, a lo largo de los años, ha engordado en sus libretas. Y lo primero que debe advertirse (y aplaudirse) es que Cărtărescu haya optado para plasmarla por un tono insólito dentro de su narrativa, uno megalómano con tintes decimonónicos aunque igualmente torrencial que a muchos fans de la brumosa «Solenoide» cogerá con el pie cambiado.
Con ese tono, Cărtărescu nos va a cantar todas las rimas y leyendas asociadas a la truculenta vida de su Theodoros, quien por sus acciones y omisiones se enfrentará al dios único en el Juicio Final. Su vida nos será de hecho narrada por dos arcángeles que velan porque se cumpla su destino y justo es decir que nunca leí una narración en la temible segunda persona más coherente y justificada que esta. Habrá quien se pregunte que sentido tiene presentar de este modo las alabanzas de alguien que, en realidad, carece de mérito, pues prácticamente todo lo que ha logrado ha sido gracias a la intervención divina, pero todo lo que se dice y se hace en esta novela tendrá al final su sorprendente explicación.
«A menudo llego a creer que vivo en un cuento y que mi destino está escrito desde hace tiempo», confiesa Theodoros en una de las cartas que le escribe a su madre durante su sanguinaria cruzada, cartas aderezadas por fantasiosas exageraciones cuando no mentiras, como si quisiera entretenerla con el relato, puede ser, pero también con intención de hacer más legendaria su andadura. ¿O es posible que crea Theodoros, el drogadicto, todo lo que allí cuenta? Cărtărescu juega aquí no pocas veces con los puntos de vista y nos regala varios momentos mágicos de revelación, como cuando la diplomacia de la reina Victoria se ríe del rey Theodoros, de su prosa anticuada, de su primitivismo, como paso previo a su destrucción.
Con un arranque espectacular y, afortunadamente, con un final casi perfecto, «Theodoros» es capaz también de deparar por el camino importantes excesos narrativos en forma de descripciones pseudohistóricas y digresiones pseudobíblicas, salpicados estos por escenas propias de la literatura rosa (esa tórrida noche de amor entre el rey Salomón y Makeda…) y algún que otro chiste de barra de bar (desternillante, en cualquier caso, el del soldado británico que perdió los testículos en Crimea), con cameos múltiples de personajes reales (enternecedora la relación epistolar entre Theodoros y el falso emperador Norton I, quien se prestara a enviar a Etiopía toda una pléyade de rapsodas americanos, entre ellos Walt Whitman) y alguno que otro de ficción (¿Leia Organa?), en un totum revolutum que, a pesar de todo, funciona con solvencia en el conjunto que supone esta de nuevo ambiciosa y arriesgada propuesta, aunque por momentos tediosa, del siempre imprescindible Mircea Cărtărescu.
—Fran G. Matute