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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Si Theodoros (Impedimenta, 2024) ha sido un regalo de Dios, entonces Dios no pudo haber elegido a un mejor profeta literario que Mircea Cărtărescu (1956, Bucarest) para revelar esta novela al mundo. Cărtărescu ha estado conviviendo -definamos sutilmente de esta manera a una ínfima obsesión- con el emperador de Etiopia Tewodoro II -un hombre sangriento y sediento de poder- dentro de su universo literario por prácticamente cuatro décadas.

Tiempo suficiente para haber gestado otros libros como Nostalgia, la contundente trilogía Cegador y hasta la obra maestra Solenoide (bajo las alas de la misma editorial, Impedimenta). Pero ha sido más que suficiente tiempo para gestar una obra total. Otra más en su currículum.

Apertura del tríptico

Abrir las puertas de la literatura de Cărtărescu es como ponerse de frente a un tríptico del Bosco por primera vez. Es la experiencia de chocarse con una pintura que asombra, alumbra y nos deja perplejos frente al universo creado por el artista. Y una obra de estas magnitudes puede generar una confusión ante la cantidad de detalles y perspectivas por donde se puede acercar a este cuadro -o novela-. Pero no hay que equivocarse: leer a Cărtărescu es estar próximo a una de las literaturas más fascinantes de nuestros tiempos.

El tríptico de Theodoros ha contado con personajes como el bisabuelo de John Lennon, un pirata fiable y fiel al protagonista. Un hombre con uñas pintadas de naranja «una melena pelirroja y una nariz aguileña llena de granos, y pendientes de oro en las orejas». El Bisabuelo de John se ha visto representado entregando un anillo de «grandes poderes» que, según los piratas, te hace invisible.

También se ha pintado a una joven jirafa, regalo del virrey otomano de Egipto a Carlos X, que para los franceses ha sido «como la primera torre Eiffel«. En Londres, un globo fue representado elevándose, donde el capitán John Farewell pudo identificar a la reina Victoria de camino a la catedral o reconocer a Charles Dickens meditando por Doughty Street.

Asimismo, cuenta con representaciones de piratas traficando poesía, batallas imperialistas e imágenes teológicas. Entre las más destacadas el Arca de la Alianza, «la abuela y al abuelo de todos los mortales», Adan y Eva, y las voces de los arcángeles. El Día del Juicio Final es una representación aparte, fechada para un lunes -siempre lunes- el 4 de febrero del año 2041.

Aviso al lector

No busque el entendimiento total en una primera lectura, lector. Siéntese, regálese el disfrute de una experiencia soberbia al viajar en primera clase por historias que se entretejen sobre los textos sagrados del cristianismo, el judaísmo y los relatos de Kebra Nagast (una crónica histórica de los reyes de Etiopía). Historias que conviven con tramas de amores y desamores de personajes fascinantes como el rey Salomon o la reina de Saba, Makeda.

Theodoros ha demostrado ser un fantástico desafío editorial de traducción. A tal punto que la traductora Marian Ochoa de Oribe, en otro sobresaliente trabajo de edición, se ha rendido ante los juegos de palabras intraducible que ha creado el autor para jugar con el lenguaje y la mente del lector.

«Lo he sido todo y nada ha merecido la pena»

La simbología de los números está representada desde la estructura de la novela. Dividida en tres partes con once capítulos cada uno, engloban el número treinta y tres (la edad que crucificaron a Jesus Cristo). Cada parte titulado en honor a la metamorfosis del protagonista.

Desde el nacimiento del pequeño Tudor, para convertirse en Theodoros y luego volar hasta lo más alto como el emperador Tewodros. Un tríptico cegador: deslumbra las aventuras por las tierras del reino de Etiopía, y de un hijo de sirvientes pero que, en la inocencia de un niño (o del destino), se obstina en el juego de convertirse en rey. Y no le basta.

El trono no es suficiente para un vil Theodoros que quiere robarle el guión a Dios de Dios. El fin justifica los medios: heodoros se ha convertido de hijo de la tierra en dueño de los mares, de Tudor en príncipe de Qwara, y de miembro de una familia servil en rey de reyes. Aunque dos cuestiones se mantienen intactas: la ambición por el poder y el amor inquebrantable de un hijo por su madre.

El fin del siglo de las luces abre las puertas al nuevo mundo

Todo dentro del siglo XIX, esa “era del progreso mecánico infinito, horriblemente entretejido con la brutalidad y las iniquidades de las guerras coloniales”. Siglo donde —cantaría Jorge Drexler— «nada se pierde, todo se transforma». Cărtărescu ha generado que las invenciones científicas y los aromas produzcan una inmersión sensorial dentro un tiempo no tan lejano.

Nicéphore Niépce se preguntaba si no habría alguna manera de que aquellas camera obscura utilizadas por los pintores pudiese desplazar a los pintores. Es decir, acortar el procedimiento. En vez que se utilicen manos y pinceles sobre cuadros de luz, ¿por qué no hacer del sol «el pintor supremo«? Y ha nacido la fotografía. También se ha patentado en el Departamento de Manufactura del Ministerio del Interior un artefacto revolucionario: una pluma que no necesita mojarse en el tintero por horas ha llevado la Patente 3208.

Asimismo, ha sido imposible no asimilar a personajes como Abraham Joshua Norton, el emperador de Estados Unidos —sí, EE. UU. tuvo un emperador—, con el intenso olor a clavo y sus desventuras especulando sobre el precio del arroz. Sería algo similar a especular con el bitcoin en la actualidad.

Bucarest, la tierra santa de Cărtărescu

Dentro del mundo del autor no puede faltar un homenaje a su Bucarest. Y el autor pinta la ciudad con una belleza de tonos oscuros y grises dentro del tríptico de Theodoros. Ese lugar que, en un primer momento, al protagonista le pareció el lugar “más triste de la faz de la tierra”. Pero es en Bucarest donde el protagonista ha sido consciente de que era «un simple mortal que soñaba con ser Dios«. Un joven Tudor que ha comenzado a trepar por la jarcia: cinco metros, diez metros, veinte metros, hasta superar la torre de Coltea -la más alta de Bucarest-.

El joven, con una mano en el cielo y la mirada puesta sobre las cometas con los rostros de las grandes figuras de su siglo (rey Guillermo, el zar Alejandro I, Napoleón…), quiere poner el suyo por encima. Pero «el pecado de la soberbia» no abandona a Theodoros en toda su historia Muchos años después, ante las tropas de Napier, sin escapatoria y tras santiguarse con «tres dedos embadurnados de sangre», recuerda aquella tarde remota en que escribiste durante toda la mañana de Pascua, epístola a tu enemigo y la imagen de su último amor, Paloma. Ya todo se había acabado… se coloca la pistola, regalo de la reina Victoria y aprieta el gatillo del amén. Y ahora que su vida ha terminado, «tu historia puede comenzar».

—Bruno Guerra