«Bajo el influjo del cometa» (Premio Tigre Juan y Euskadi de Literatura), «Padres, hijos y primates» o «Shakespeare y la ballena blanca» son algunas de las obras de Jon Bilbao. El escritor acaba de publicar «Matamonstruos» (Ed. Impedimenta), novela que cierra la saga protagonizada por John Dunbar, iniciada en «Basilisco» y continuada en «Araña». “Un ciclo narrativo al que podríamos añadir esa especie de entreacto que es «Los extraños»”, apunta.
Las estanterías de su casa aparecen repletas de libros, cómics y, las paredes, de carteles de películas del Oeste que evidencian su apego al género. “No sabría decir por qué el western resuena dentro de mí, por qué capturó mi atención. Surgió desde niño gracias a cómics como El teniente Blueberry. Una afición que fue madurando. Cuando llevaba varios libros publicados me dije, por qué no pruebas. Y me puse a escribir el relato que acabaría siendo un capítulo de «Basilisco». Al escribir algo más alejado del tiempo y del espacio me alejé también de mi estilo; escribía de forma más lírica, con frases más largas. Y me di cuenta de que el western es hoy un código narrativo universal. Es decir, la esencia del género no está ligada solamente a Estados Unidos y a un periodo histórico concreto, sino que esos códigos narrativos se exportaron, cruzaron fronteras, llegaron a Almería, Oriente Medio, Rusia y volvieron a América. Hay series de televisión, cómics o películas que, en su esencia, son westerns, algo que me resulta muy interesante porque considero que es un rasgo de madurez por parte del género”.
«Basilisco» requirió que el autor se diera a sí mismo “una serie de permisos”. Pensó: qué dirá la gente de un escritor nacido en Ribadesella en 1972 “que nos sale ahora con una de vaqueros”. Sin embargo, a medida que iba progresando y se iba sintiendo cómodo en el western y combinándolo “con un realismo, no autobiográfico pero sí cercano a nuestra realidad, vi que mis personajes podían tener más recorrido. Me apetecía verlos crecer, enfrentarlos a situaciones que no fueran las habituales”.
Era importante la documentación. “No quería que pareciera una historia de cartón piedra llena de tópicos procedentes del cine. La documentación era ingente. Son hechos ocurridos hace siglo y medio: había prensa, fotografías, libros de historia… me zambullí en cómo vivía la gente, cómo vestía, cómo curaban las enfermedades. Me di cuenta de que los paisajes que nos han llegado del Oeste no existieron. Pero son imágenes tan arraigadas en el imaginario que tampoco podía salirme por completo de ellas. De ahí que en «Basilisco» hiciera una mezcla. Porque el lector no va a comparar lo que has escrito con la realidad sino con la infinidad de ficciones que difieren e, incluso, son antagónicas a aquella. Para «Araña» y «Matamonstruos» introduje en la coctelera la invención pura: contaba con una base documental y podía llevar la historia a mi terreno –inventar era, en el fondo, lo que hacían quienes dibujaron, escribieron o dirigieron las películas que formaban parte de mi educación–. Se trataba de un juego de ficción: no de plasmar el Oeste americano sino la versión de Jon Bilbao de ese Oeste. El punto de vista lo daban los personajes, el tono, el estilo narrativo”.
En muchos de sus libros –«Bajo el influjo del cometa», «Física familiar», «Estrómboli»– ha abordado el relato “de largo aliento”. No encuentra, en cambio, grandes diferencias al pasar de un género a otro. “Según avanza la historia es cuando veo si se resolverá en veinte o doscientas páginas. Tampoco soy un teórico del relato. De hecho, me gusta la distancia intermedia, incorporar al relato rasgos más propios de la novela como la digresión y viceversa. Combinar lo mejor de cada género. Ambos tienen ventajas e inconvenientes”.
Estudió Ingeniería de minas, una carrera que inició muy convencido. “A mitad de trayecto supe que no era lo mío. Había pasado un punto de no retorno, así que me pareció razonable finalizar los estudios. La lectura me servía de válvula de escape. En esa decisión de huida hacia adelante fue cuando empecé a escribir. La lectura ya no me bastaba”. Y aunque ejerció de ingeniero, no le sacó gran partido. “Sí fue en cambio el disparador para apostar por la escritura. De hecho, me puse a escribir la primera novela que publiqué: El hermano de las moscas. Pensé, de forma un tanto fantasiosa, que podría ganarme la vida escribiendo para cine o televisión, aunque era consciente de su dificultad. En ese tiempo hice de mercenario de la escritura, corregí los libros de otros, redacté textos para enciclopedias, publiqué un libro de relatos que premió el Principado de Asturias y me dediqué a la traducción”. Trabajo, este último, que sigue ejerciendo para varias editoriales.
La escritura es “ante todo y por encima de todo, un espacio de libertad. Nadie te limita. Y me siento mejor cuando escribo. Sacar el mayor partido a las palabras, conformar una historia con sus personajes, matices, profundidad, es una sensación profundamente satisfactoria. Incluso te sorprendes al descubrir dentro de ti algo que surge de manera articulada y comprensible sobre lo que nunca te habías parado a pensar. La escritura como aventura, como exploración, como riesgo o vértigo me parece muy estimulante. Sentarse delante de un ordenador a empezar de cero un artículo, un cuento o una novela… El creador va en solitario. Los lectores le apoyan o se quedan en el camino dependiendo de lo que haga. Pero no puedes andar mirando de reojo. Lo que escribas ha de estar articulado de manera que se comprenda en la medida que tú quieras que se comprenda, sin atender los deseos del lector”.
—Álex Oviedo