A pesar del ánimo, a menudo forense, de los teóricos y semióticos del pasado siglo, la literatura, en tanto que malentendido, todavía tiene mucho que decir. Especialmente, en sus relaciones especulativas con la realidad, que, más allá del empeño catequista de fundir el arte con la vida, tan presente en las vanguardias europeas, sigue dando pie a abusivas paradojas; la más amenazante, sin duda, la que una y otra vez se empeña en dinamitar las avenidas umbilicales y hace que algunos de los libros que más se acaban pareciendo a la experiencia sean los que en teoría más se esfuerzan por alejarse de ella. Vivir, como decía el poeta Pedro Casariego Córdoba, puede ser una lata, pero, sobre todo, es un hecho que cientos de miles de años después del primer gemido continúa sin aclararse, lo que deja a la literatura en una posición forzosamente privilegiada. Esto es, a falta de más certezas que el mundo físico, los mitos y las historias suponen nuestra principal herramienta e hipótesis de trabajo. También en su letra invertida y pequeña, esa que indica que quizá, y con permiso del agua, la sangre y la carroña, no seamos otra cosa que relato.
Si lo de que somos escritura y lo de que la escritura contiene al universo deviniera en una religión, aunque fuera en una pequeña y de ínfulas platónicas, su mayor apologeta -incluso en las fases descreídas- sería el rumano Mircea Cartarescu. Con un ministerio, además, gloriosamente contradictorio, en el que la literatura se da la vuelta para mostrarnos la otra cara del desconcierto; la que parte de la premisa de que habitar un discurso es también descabalgar el discurso y observar lo ridículo de cualquier sentido en el que se quiera hacer aterrizar a la existencia. Por fortuna, la literatura no es tan deliberadamente solemne y su mayor utilidad metafísica casi siempre emana de su reconocimiento maravillosamente aforado como sustancia objetivamente inútil. Una inutilidad que barre con todo. Y que de vez en cuando nos deja en manos de alguien que nos recuerda lo ilimitados que pueden llegar a ser sus rudimentos. En uno de los relatos de ‘Nostalgia’, Cartarescu cuenta el caso de vecino de Bucarest que decide sustituir el volante de su coche por un piano y acaba componiendo música hasta atraer el espacio y fundirse con el cosmos. Eso, la consunción de la distancia entre un elemento y otro, y dos o tres muestras de su extraordinaria poesía -reunida en 2022 en español por Impedimenta- resumen en buena medida las ambiciones del autor. Con todas las diferencias y saltos de estilo, que, en la última propuesta, la monumental ‘Theodoros’ (también Impedimenta), son muchas. Y que una vez más nos llegan a nuestra lengua bajo la batuta de Marian Ochoa de Eribe, a la que tomo a tomo -y para eso no hace falta saber rumano, que basta con tener oído- se le va poniendo cara de Premio Nacional de Traducción. Aunque eso afecte, dada la desmesura de la empresa, y esperemos que no, a su calidad de vida.
‘Theodoros’ es una novela que contiene la Creación y acaba con el Juicio Final. Hasta ahí, nada raro si se tiene en cuenta el resto de la obra de Cartarescu, que acostumbra a llevar sus intenciones al límite, como en la celebrada ‘Solenoide’ (ganadora, entre otros, del prestigioso Dublin Literary Award), pero que en esta ocasión da un paso que, si bien estaba esbozado como germen en trabajos como ‘Nostalgia’, se distancia de muchos de sus libros anteriores. Y, más en concreto, del fabuloso mundo de ‘Cegador’, tan pegado a su visión alucinada de Bucarest y el imaginario plástico del autor –plagado de sueños e insectos- que parecía casi inseparable de su madurez creativa. Leyendo las más de seiscientas páginas de ‘Theodoros’, considerada por el escritor como una novela pseudohistórica de ficción (qué otra cosa es el mito, podríamos añadir), da la sensación de que Cartarescu ha decido recorrer el camino contrario de muchos de sus grandes títulos: en lugar de urdir una trama a partir de la pulsión poética, utiliza la historia para desencadenar toda la poesía que se arracima en su escritura. Esta vez, desplegada de manera un poco más hospitalaria y al servicio de un puñado de motivos que ya de por sí nos bastan para reconciliarnos con la literatura. El punto de partida, la vida de Theodoros, el hijo de una criada valaca que aterrorizó como pirata al archipiélago griego y que según algunos testimonios acabaría convirtiéndose en el emperador de Abisinia -asunto que ya desveló a Cartarescu hace más de cuatro décadas-. Y que en este libro se puebla de aventuras que convocan a personajes como la reina de Saba y su supuesto romance con Salomón, el autoproclamado emperador de Estados Unidos -Joshua Abraham Morton- la reina Victoria y hasta un antecedente de John Lennon. Todo bajo una mirada que, al igual que la de Cervantes, desbarata los cánones, incluido los del género histórico, situándonos en un terreno en el que los presuntos acontecimientos y la fantasía, al modo de la literatura sagrada, se entremezclan y reemplazan.
No por casualidad el autor consigue levantar una sinfonía en la que, además de diversos continentes, se alterna la dimensión épica y humana con la búsqueda religiosa. ‘Theodoros’ es, ante todo, una novela sobre la ambición y lo abyecto de la ambición. Una lectura inteligente de la megalomanía y una metáfora de la propia noción de la literatura. El protagonista, al fin y al cabo, forja su destino impulsado por las lecturas heroicas de su infancia; un Quijote macerado en su propio ego, en el que la magnitud amatoria y la obsesión por lo simbólico y lo divino -más que ejercer de motor- funcionan a modo de trampantojo para justificar los crímenes aparejados a la vanidad. Cartarescu ha vuelto a escribir una obra total, fundacional, al mismo tiempo expandida y agotada en sí misma. Un atlas que se pasea por la historia del siglo XIX y en el que su estilo vuelve a esplender mediante recursos deslumbrantes: desde la irrupción de lo mágico y lo escatológico a la propia perspectiva narrativa, enfrascada en muchos puntos del libro en una segunda persona de asombrosa cadencia teatral. Y con unos presupuestos que van armando el rompecabezas de forma inesperadamente fluida, desde la voz narradora y omnisciente de los arcángeles a la muerte consabida en las primeras páginas del mismísimo Theodoros. Más que novelas, Mircea Cartarescu engendra cosmogonías. Y lo terrible es que, además, le salen bien. Tanto como para sacudir este arranque de milenio, tan literariamente cínico. Leer para creer.
—Lucas Martín