La opresiva y barroca obertura de este inquietante thriller psicológico nos presenta a los siete hermanos Hook en el momento exacto en el que descubren que Madre ha muerto y están solos en el mundo. Refuerza el efecto dramático el reloj de Madre, que ha debido caérsele en el último momento y descansa en el suelo, roto, señalando ya para siempre la hora fatal.
Con el orfanato como única alternativa, deciden enterrarla en el jardín y organizarse para que nadie note su falta. Ante los entrometidos fingen que sigue enferma; van a la escuela; falsifican su firma para cobrar los cheques… Pero no por haber perdido de golpe la inocencia dejan de ser niños. A veces un poco perversos. Y al profundo trauma hay que añadirle el fanatismo religioso que han heredado de Madre.
Del excitado alboroto se pasa a desórdenes más serios, y enseguida se hace evidente que la falta de supervisión de un adulto amenaza con abolir la civilización, devolver a los Hook a un estado semisalvaje: “A Hubert le pareció que, tan solo una hora antes, Gerty no se hubiera atrevido a insistirle así a Elsa. Nadie, ni siquiera Dunstan, había desafiado nunca la autoridad de la mayor. Pero ahora las cosas eran distintas, y Hubert supo instintivamente que los demás se le echarían encima como lobos al menor signo de debilidad”.
Se revelan sordideces y ocurren hechos graves que es mejor no desvelar hasta que los Hook empiezan a comprender. Y el ritmo, que no es precisamente vertiginoso, contribuye a instalar la trama en una crispada calma. Potenciada porque fuera de foco, sin que el lector llegue a “verlo”, a la alegre pandilla de la casa desolada le da por jugar al espiritismo, montar aparatosos aquelarres en los que se comunican con Madre.
La paranoia y la sensación de claustrofobia aumentan –“últimamente parecía que la diferencia entre lo justo y lo injusto no importaba”– hasta que el 38 de Ipswich Terrace está a un paso de convertirse en la versión doméstica de «El señor de las moscas». Y sí, el frágil orden acaba saltando por los aires, pero lo hace por el lado inesperado, con la aparición (esta muy real) de un intrigante que asegura ser “el marido de Vi”.
Publicada en 1963 y rápidamente adaptada al cine, «Cada noche a las nueve» sigue la estela filosófica del clásico de Golding. Desde su editorial, Impedimenta, nos lo venden como “el libro por el que Julian Gloag se labró la reputación de maestro de lo macabro”.
—Miguel Artaza