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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Theodoros», la esperada novela de Mircea Cărtărescu — La Nación — 9 de noviembre de 2024

Hay muchas clases de escritores. En una época que descree de las epopeyas verbales, marcada por el tono íntimo de baja intensidad o los géneros –viejos caballitos de batalla comerciales que se proponen hoy como revolucionarios–, los libros de Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) son un meteoro a contramano, algo así como el retorno reprimido de la literatura. Sus novelas -como Theodoros, que es uno de los libros más esperados del año y llega hoy a las librerías-, son maximalistas: en ellas coinciden lo microcósmico (de los avatares orgánicos del cuerpo a la autobiografía transfigurada) y lo macrocósmico (esa impresión de que sus páginas contienen de alguna manera todo lo que hay en el universo). El estilo, que encabalga imágenes y ennumeraciones a granel, las vuelve barrocas y, al mismo tiempo, poéticas y surreales. El sueño se equipara a lo real, con resultados alucinatorios. Los párrafos son extensísimos, pero tienen ritmo. Tal vez no sea trivial que el escritor rumano escriba en una lengua que geográficamente quedó del otro lado de la Cortina de Hierro: su novedad es que es impermeable a lo que las modas tienen por novedoso. Nadie escribe ya como Cărtărescu. Tal vez eso explique la conmoción que produce en muchos lectores.

A comienzos de 2024, antes de Theodoro, había llegado finalmente a las librerías locales el último tomo de Cegador, la trilogía (se publicó en rumano entre 1996 y 2007) que estableció la vara de su narrativa. Caleidoscopica, llena de luminosidades, chisporroteos y oscuridades, tiene un centro, aunque no lo parezca: es el escritor encandilado que, desde su departamento en las alturas sobre la céntrica avenida Ştefan cel Mare, observa los tentáculos de Bucarest y garrapatea sus cuadernos de manera furibunda. Se supone que Cegador toma la forma de una mariposa –el lepidóptero aparece distribuido en múltiples metamorfosis a lo largo de los tres libros–, algo que coincide con el tríptico de esa ventana (las dos laterales, más pequeñas; la central, mayor) por la que el narrador observa los latidos de la capital nocturna y fantasmal. Mientras tanto, se narra de manera discontinua la infancia recordada de un tal Mircea (y sus cariñosos diminutivos) en la Rumania comunista, su genealogía familiar, la intromisión de relatos fantasiosos. Cărtărescu es el más decidido heredero de Kafka, pero es también su negativo: frente a la prosa escueta del checo, la suya es frondosa, hiperbólica. Tiene un sustrato realista, pero esa representación es secuestrada de tal manera por lo onírico, arrastrada, hundida, elevada y devuelta a la realidad, que, como pasa con Kafka, no tiene sentido calificarlo de naturalista, fantástico o, siquiera, de posmoderno.

El ala derecha. Cegador, 3 sigue la estructura móvil de los dos primeros tomos (El ala izquierda El cuerpo, secciones de una mariposa virtual), pero al tiempo de la infancia se le suma de manera más palpable la securitate del régimen de Ceaucescu (la vigilancia y la delación aparecían en los volúmenes previos de trasfondo) y el propio dictador y su mujer, como si la historia fuera la pesadilla de la que –en la senda de Joyce– el escritor todavía busca despertar.

Theodoros, es, en cambio, novísima. Viejo proyecto eternamente postergado del autor, se publicó en su idioma original en 2022. Si la ingente Solenoide (de 2015) todavía jugaba con lo autobiográfico (y se refería de manera demencial a los comienzos de la carrera del autor), Theodoros implica un corte abrupto: es una novela histórica. En manos de un fabulador como él, “histórica” es un término relativo. Transcurre en el siglo XIX en parajes y décadas decimonónicas (la Rumania rural, el mar Egeo y Etiopía). Aunque Cărtărescu investigó de manera minuciosa sobre el contexto y la vida cotidiana de aquellos días, lo documental funciona en verdad como sustento de la más pura ficción mítica.

El disparador del relato fue la carta de un viejo memorialista en que habla de un criado desaparecido en el corazón de la Rumania más profunda, después de años de aventuras nebulosas, que se habría convertido en Tewodros II de Etiopía, sanguinario monarca del país africano. No parece haber ninguna certeza histórica en el rumor –Cărtărescu es el primero en admitirlo–, pero la especie le sirve para desarrollar una epopeya compleja y tempestuosa. Se divide en tres secciones. La primera sigue los pasos de “Tudor”, un muchacho de origen modesto que se obsesiona con las hazañas de Alejandro Magno y se promete tensar hasta lo más lejos el arco de su destino. La segunda, “Theodoros”, sigue sus desaforadas hazañas en el Mediterráneo oriental, convertido en palicani y líder pirata. La última, “Tewodros”, relata sus intrigas y batallas para convertirse en monarca después de traicionar y robar el nombre de un amigo al que conoce en un convento.

Esa triple enumeración es engañosa. La linealidad es apenas una concesión de Cărtărescu para darle forma a otra novela de aristas múltiples. Los tres personajes son el mismo, aunque parezca siempre otro, el protagonista de tres novelas distintas. Esas partes están, sin embargo, imbricadas unas en otras: el relato comienza con el suicidio de Tewodros (por cierto, ese rey cristiano existió) cuando es cercado en su palacio por las tropas inglesas. De allí se va desanudando la madeja, con permanentes admoniciones al personaje por parte de la voz narradora. Pero, ¿de quién es la voz plural que se dirige a él en segunda persona con ese aliento místico, de ecos bíblicos? El artilugio –de un virtuosismo extremo– le permitirá al final un giro inédito al relato. En eso también Cărtărescu viene de otro mundo: solo alguien que no rechaza lo profético y religioso puede proponer la angelología como máquina narrativa y al mismísimo Dios como lector último del libro sobre el brutal destino de Tewodros (de él y de las novelas dedicadas a cada ser que pasó sobre la tierra, en un hipotético Juicio Final).

Theodoros es una novela de aventuras barbáricas, narrada a través de múltiples digresiones y desvíos. Algunos de esos relatos (la aparición de la reina Victoria, la de un viejo amigo del protagonista que se declara emperador de Estados Unidos) son un respiro frente al cruel raid del protagonista. Otros, como el largo excurso pseudobíblico sobre la historia de amor entre el rey Salomón y la reina de Saba (se supone que los reyes de Etiopía siguen derivando del vástago de esa unión) o las amorosas cartas del protagonista a su madre ceden en cambio a la exageración retórica del kitsch.

La prosa de Cărtărescu es, a pesar de sus sobrecargas, siempre hipnótica. Resulta inverosímil que una novela tan extensa, con bloques de párrafos macizos, se pueda leer a la velocidad crucero que impone su trama, dejándose llevar por las arbitrariedades lúdicas que propone, como, por citar uno de muchos ejemplos, esa batalla de la que cuelgan sobre el cielo, como en un teatro, lienzos que indican la fecha de la acción. Para los lectores que puedan extrañar los elementos autobiográficos –omnipresentes en el resto de sus libros–, Cărtărescu se permite en cierto pasaje una fuga hacia adelante: al hablar sobre la invención de los ascensores, entromete a cierto chico fascinado en su infancia bucarestina del siglo XX por esos dispositivos que más tarde aparecerían una y otra vez en sus “libros ilegibles”. Para sus seguidores, funciona como una memorable ironía. Para sus detractores minimalistas será seguramente una confesión megalomaníaca. La variante histórica de Theodoros no es lo mejor de Cărtărescu, pero confirma que ya forma parte de esa genealogía de autores –de Proust a Nabokov– para los que no existe la indiferencia.

—Pedro B. Rey