El amor por un libro, una novela, se puede ratificar de muchas maneras. La mejor de ellas es afrontar su relectura de manera constante. La otra es profesar su fe a todos los cercanos. Quizá al final tenga que ver con el efecto de retroalimentación que no es otra cosa que imaginar la propia vida a la luz de esa historia. Sus palabras no son sólo palabras que conforman un sentido; son, ante todo, el único motivo por el que hemos llegado a este punto de nuestras vidas en el que un libro parece ser más importante que todo lo que nos rodea. Y su lectura nos implica de tal modo que rastreamos en el libro todas las referencias, signos, señales y mitos de origen que el autor ha vertido en él para complejizar una historia de por sí compleja.
Entonces lo que tenemos es, por un lado, la posibilidad maravillosa de encontrar el mito del libro inagotable. Aquel fantástico objeto que tras cada lectura siempre entrega algo nuevo. Como El Quijote, como Pynchon, como las mejores historias de J. D. Salinger y como el sentido de una prosa que se presenta pausada porque lo que tiene que mostrar es importante.
Pero luego la importancia deja camino a las referencias que la imaginación llevó al cine a través de paradojas y circunstancias que difícilmente podríamos vivir. Así nos acercamos a las películas de Christopher Nolan, o todas las biopics que tratan de científicos, avances nucleares y sobre las vidas atormentadas de pintores que vieron el mundo de forma distorsionada.
Y si la vida es buena, todas las referencias no se agotan porque el libro que sostenemos es un gran vértice que nos lleva en principio a Borges y su mitología autorreferente. Luego atravesamos parte del realismo mágico, pero con un fraseo absolutamente realista, producto del lento proceso de un diario que, como los de Kafka, sirve tanto para interrogarse como para imaginar soluciones a los problemas por los que atraviesa la identidad. Y eso de lejos nos presenta una luz diáfana que podría llamarse Kundera. Aunque no sin todo el arte de la violencia solapada de las canciones pop que van desde Bob Dylan hasta los éxitos grasosos de la radio.
Así que, en cierto modo, cuando leemos no estamos solamente leyendo el libro que sostenemos en las manos: leemos a través de esas páginas la historia de la literatura, una historia que no entiende de fronteras ni lenguajes, porque todo habla del ser humano en mayúsculas y cuando eso sucede, todas las traducciones son posibles.
Por eso «Solenoide» de Mircea Cărtărescu es una novela total, y quizá por ello no sea difícil comprender por qué el autor reconoce que Bucarest es la ciudad más triste del mundo y Rumania, un país sudamericano perdido en Europa. Nuestro Mircea Cărtărescu es un escritor que de lejos parece que ha vivido cien vidas porque lo ha leído todo, y todo lo asimiló al interior de una máquina centrifugadora que restó el bagazo y nos dejó la proteína. Con ello lo que se desea expresar es lo siguiente: todo gran escritor empieza como un imitador, pero al final pasa a ser un simple ladrón que roba todo lo mejor de la estética literaria a los referentes más importantes de todas las tradiciones de lo escrito en materia de ficción.
Así «Solenoide» no es tanto una novela imposible de imaginar por quien ha sido tímido a la hora de afrontar la literatura como una forma de vida, sino que ante todo se levanta como un manifiesto sobre las virtudes de la prosa como herramienta de indagación del mundo interno de cada uno de nosotros, pero que al mismo tiempo es una sonda espacial que recoge todos los latidos del mundo externo. Una novela nos informa del mundo, sin dejar de susurrarnos aquello que sabíamos, pero que por azares de violencia y economía olvidamos en nuestro crecimiento.
Cărtărescu podría parecer un impostor porque lo suyo de lejos no parece tan difícil de realizar, pero es sólo cuando nos acercamos al libro para desmenuzarlo que nos damos cuenta de que su arquitectura es compleja y para nada casual. El libro es lo que debía ser. Desde el principio todo está dispuesto para que el límite sea roto por todos los flancos.
Quiera el cielo y la fortuna que «Solenoide» viva muchas vidas, encontrando a muchos más lectores de los que hasta el momento ya encontró. Porque de alguna manera precipitada el libro es ahora independiente del autor. Tiene una vida que corre paralela a la de Mircea Cărtărescu, que ha escrito desde poesía, cuento y novelas para el gusto de todos los tipos de personas que caminamos sobre la faz de la tierra en pleno resplandor de la modernidad.
Y, sin embargo, no decimos de qué trata «Solenoide» porque su tema es lo de menos, porque son muchos los temas congregados. Está, por supuesto, el diario de un escritor desilusionado y en cierto modo nihilista; que a pesar de ello da clases a unos muchachos que no desean más futuro que el que pueden sostener con la palma de una mano. Pero está el amor, la desilusión y luego la ciudad que se presenta como un personaje más, pero es un personaje brumoso y distante, aunque reconocemos su palpitar casi en cada página.
Luego el amor sexual y el amor romántico por una mujer que después de ser inalcanzable dará nombre a los hijos. Y está también la propia escritura que se hace desde la vida porque aquella que sucede sobre el papel está anulada desde el inicio. El narrador del libro es un fracaso como escritor y «Solenoide» es el testimonio de esa caída. Lo que nos llevaría a una suerte de meditación sobre Camus y el existencialismo, pero el autor nos ahorra esa deriva porque es explícita en el libro. A la par, estamos presentes en una historia de intriga que es mágica y misteriosa como una canción de The Beatles. Y tan potente como un solo industrial ubicado al centro mismo de todas aquellas películas futuristas de principios de siglo que veíamos por televisión en fines de semana de trasnoche.
Así que «Solenoide» es una novela de la totalidad por acumulación. Todos los temas y sus pliegues se hallan en el libro: ahí está para quien desee encontrar la novela de iniciación al modo en que Goethe y Mann la definieron. Y está la novela de intriga y pesquisa como efecto de Conan Doyle y sus personajes. Pero están Borges y Pynchon hermanados como siempre debieron estarlo. Y no sólo está el mundo de la burocracia del colegio que remite a todo Kafka, sino a toda esa literatura que narra el liceo, el colegio y la escuela como territorio original de la primera educación emocional de las personas. Y el erotismo, las sectas secretas, los sueños, la poesía. Y así, cada lector encontrará lo que más necesite, y en su relectura hallará lo que no estaba previsto, porque sin saberlo el modo en que lee el mundo está siendo fortalecido por la lectura del libro que enseña a ver más de lo que en principio hemos aprendido a observar.
Y finalmente, cuando vemos a «Solenoide» como una gran pintura en el tiempo, nos damos cuenta de que ella resume nuestra vida. Que por alguna magia peculiar el destino está en sus páginas y eso genera un poco de miedo porque es cuando sucede aquello que es raro: dejamos de leer el libro para aceptar que es el libro quien nos lee a nosotros. Desde entonces nada será igual. La literatura habrá contaminado cada rincón de nuestras existencias y será nuestra nueva religión, porque no existirá para el futuro otra forma de vivir.
—Christian Jiménez Kanahuaty