Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) es un escritor superlativo. Inabarcable, desmesurado. En la década de los 80 se labró un notable prestigio como poeta. En los 90 comenzó una obra narrativa que alcanzó cotas asombrosas con la monumental trilogía Cegador, parecía culminar con las 800 páginas de Solenoide y ahora se desborda en Theodoros (todas en Impedimenta). Su nombre lleva tiempo sonando para el Premio Nobel. Ya están tardando.
En Theodoros, además, ha elegido una veta fascinante. Tudor, hijo de dos criados de la corte de un gran boyardo de la Valaquia de principios de siglo XIX, siente desde niño una comezón irresistible que lo llevará a desempeñarse como bandolero en su tierra, la actual Rumanía; pirata en las islas griegas, y monje, conquistador y, finalmente, emperador de una Etiopía teocrática que trata de estrechar lazos con la Inglaterra victoriana.
Cărtărescu admite que, «históricamente, este cuento no se sostiene, pero yo solo vi un tema literario extraordinario: la metamorfosis del ser humano que sigue un sueño, la obsesión de una ambición sin límites que al final se cumple. Quería descubrir el mecanismo capaz de convertir en emperador a un criado creando una historia de ficción a partir de esa realidad». Una novela histórica de toda la vida… Si no fuera por el estilo. Cărtărescu es otra cosa.
Mito e historia
Un párrafo de la novela puede ayudar a comprender el corazón de su propuesta. Como en un juego de espejos, vemos al Tudor niño contemplando los frescos de la iglesia de su pueblo natal: «La salida del sepulcro junto a las mujeres santas, los burritos y los árboles pintados con maestría, todo ello bañado en sombra y oro, y el aroma a santidad del incienso. Este ejército de rostros inmóviles era para ti el segundo mundo, después del de los cuentos, en el que había echado raíces tu alma, desconocidos y extraordinarios ambos por igual, tan verdaderos también como el tercero, en el que se encontraba tu cuerpo, disfrutando del sol y de la lluvia y de la nieve, el de tu Ghergani natal».
Pertrechado de una erudición evidente, con predilección por la Biblia, Cărtărescu funde mito e historia, realidad y ficción, en continuos crescendos que llegan a puntos de surrealismo exacerbado, anacronismos incluidos, como en el jardín poblado por «jirafas y lagartos de tamaño humano, con una papada púrpura, leones reales y un tigre traído de la India, y un hombre de un futuro lejano que se llevaba continuamente al oído una plaquita de ónice pulido que se encendía a veces como por arte de magia».
De lo más normal en la mente de Cărtărescu: «Para mí no existe la distinción entre lo real y lo imaginario. Son como dos caras de la cinta de Moebius». El quid de la cuestión está en convertir esa idea en literatura: «Lo más difícil es la transición, se tiene que hacer con delicadeza para que el lector no se dé cuenta del punto en el que acaba la realidad y empieza el sueño». Nos desvela «varias estrategias». Por ejemplo, «la tipología de los personajes: unos reales e históricos, como la Reina Victoria y muchos otros; otros que parecen ficticios pero son reales, como el autoproclamado emperador de los Estados Unidos Joshua Norton o el mismo Tudor; y los simplemente inventados». Esquema que se repite con las historias: «Tengo relatos muy bien documentados, anclados en la historia, y otros parabólicos, sapienciales o imaginarios».
Suena a realismo mágico. ¿Le aburre que lo comparen con García Márquez? «Cada libro que he leído me ha influenciado. Soy un lector omnívoro, leo más filosofía que literatura, libros científicos de muchos ámbitos… Me interesan todo, soy una persona muy curiosa. En cuanto a la literatura, me cuesta nombrar a los autores que me han influenciado, porque lo han hecho todos. Claro que García Márquez, pero también Thomas Mann, y Dante Alighieri, Cervantes, Homero… Hasta los últimos principiantes. Aunque siempre he tenido una debilidad por la literatura sudamericana, sobre todo la argentina, he sido un gran admirador de Borges, Sábato o Cortázar, y de Vargas Llosa, Carlos Fuentes y muchos otros. Se ha dicho que Rumanía es un país latinoamericano perdido en Europa: la lengua es parecida, tenemos historias llenas de dictadores y tiranos, hay la misma discrepancia entre ricos y pobres… Y nuestra literatura es imaginativa y fantástica».
Realidades mágicas
¿Está diciendo que ese realismo mágico surge de la especificidad del territorio? «Para mí el realismo latinoamericano no es tan mágico. Está más bien atado a la historia bizarra y la juventud de sus naciones. Se trata de realidades mágicas, no de realismo mágico. Lo mismo pasa con la literatura rumana. La ciudad de Bucarest es una ciudad muy extraña». Y alejada de los principales circuitos literarios. Pero a Cărtărescu la etiqueta de «autor periférico» no le dice nada: «El centro es donde estoy yo. Ningún escritor de verdad se considera marginal. Mi mundo no vive bajo el cielo azul, sino bajo mi cráneo. Creo que así pensaron los autores que me gustan. Para Kafka, el centro del mundo era Praga; para Borges, Buenos Aires. Por otra parte, a mí me gusta mucho vivir en Rumanía y ser parte de la literatura rumana. Poco conocida fuera, es verdad, pero llena de grandes escritores».
Como la pasión de Theodoros, la literatura de Cărtărescu nace en la Rumanía profunda, se reproduce en una imaginación infinita y no muere. Porque el próximo Nobel —él asegura que no le interesa el asunto, pero a mí sí— escribe como los ángeles y hace que el lector se sienta como Dios. Literalmente. De una literalidad más literaria que la literatura. Pero no quiero hacer spoiler.
—Ángel Peña