El fallecimiento de Maryse Condé en abril del año pasado a los 87 años privó a sus lectores de una posibilidad que habría hecho verdadera justicia en el mundo de la literatura contemporánea: la concesión del Premio Nobel. Sí recibió el Nobel Alternativo en 2018, el año en que la Academia Sueca retrasó la concesión al año siguiente; pero tal reconocimiento no dejó de significar una consolación insuficiente para una autora que, por la calidad abrumadora de su escritura, el legado de una obra valiente que ha abierto caminos inesperados a la creación literaria y, si también se trata de eso, todo lo que representa como mujer negra criada en una cultura colonial, merecía mucho más. La verdadera compensación y la mayor reparación tienen que ver, sin embargo, con la posibilidad de seguir leyendo a Condé después de su muerte para comprender cómo esos territorios colonizados han preservado la mejor tradición humanista que Occidente dio por terminada tan alegremente, la que convierte a cada ser humano, como sujeto individual y social, en centro de atención por encima de consignas, convenciones e instituciones. En lengua española, la posibilidad de leer a Condé ha venido dada en los últimos años de la mano de la editorial Impedimenta, que ha publicado ya numerosos títulos de la autora y que acaba de incorporar a su catálogo su novela Victoire. La madre de mi madre, de nuevo con la traducción esmerada y cómplice de Martha Asunción Alonso.
En Victoire, tal y como reza el subtítulo, Maryse Condé cuenta la historia de su abuela. Asistimos a un relato memorialístico que, sin embargo, termina poco antes del nacimiento de la autora. Las protagonistas son así sus antecedentes, especialmente su abuela materna, Victoire, nacida y crecida en Guadalupe bajo la hegemonía francesa y dedicada a la servidumbre, aunque con un don muy especial: el cuchareo. Victoire interpreta cierto papel de bruja al mezclar en sus fuegos aromas y sabores que hacen sucumbir al más pintado. Su cocina, al servicio de los blanc pays que imponen su ley en el territorio, es un crisol donde conviven negros, blancos y mulatos, pero la mayor contradicción se da en la misma Victoire: ella es mujer, de familia negra, objeto de colonización, pero de piel blanca. Estas contradicciones refuerzan el arraigo con el que la protagonista se afirma en la periferia de la Historia, en la latitud menos relevante, la más condenada a la explotación y el abuso; pero, al mismo tiempo, Victoire constituye para Condé un ejemplo preclaro de libertad conquistada en la mejor ejecución de su labor.
Al recuperar historias marcadas por el abuso desde la distancia de un siglo, Condé no duda en ofrecerlas como un dardo lanzado a su tiempo, como cuando indaga en las contradicciones entre la vida privada y la proyección pública de los colonizadores. Y es en esa contradicción donde más tienen que perder las mujeres: “Dernier Argilius pasó a la posteridad (…) como un ardiente defensor de los negros oprimidos, iletrados, recién liberados del yugo de la esclavitud. Cuando falleció (…) se declaró luto oficial en todo el país. Desde entonces, se han redactado infinidad de tesis, monografías y trabajos a propósito del individuo ejemplar, el mártir, que supuestamente fue. Y yo me pregunto: ¿qué hace falta para ser un hombre modélico? ¿Tan solo se debe tener en cuenta los escritos, discursos y aspavientos públicos? ¿Qué peso tienen la vida personal y el comportamiento en la intimidad? Denier Argilius se aprovechó de innumerables mujeres, arruinó la vida de al menos una de ellas y fue dejando tras de sí un reguero de hijos bastardos, condenados a crecer sin padre. ¿Acaso nada de eso importa?”
En este contexto, ni Victoire ni su hija Jeanne son inmunes a las contradicciones a la hora de buscar su lugar en el mundo. Pero, al contarnos su historia, Maryse Condé demuestra hasta qué punto las vidas convertidas en materia literaria se hacen más transparentes y veraces, es decir, en qué medida esas contradicciones tienen sentido. Hay algo en esta novela cercano a las Vidas minúsculas de Pierre Michon. Quizá el reconocimiento de que esas vidas narradas contribuyen a multiplicar la nuestra.
—Pablo Bujalance