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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Subrayé en su momento, hace un par de años, a propósito del primer libro narrativo de Fernando Navarro (Granada, 1980), Malaventura, cómo la libérrima concepción de la literatura producía una fuerte sensación de extrañeza. Lo mismo cabe decir del salto que el autor da en Crisálida desde el disperso conjunto de relatos hasta la novela unitaria.

Crisálida viene colmada de rareza desde el inicio y así continua toda la obra. En el comienzo, una niña llamada Nada habla desde un intrigante sanatorio adonde ha llegado misteriosamente y evoca insólitas peripecias sucedidas con un tal Capitán. Este, “el jefe”, “el amo”, apodado también Papá Ceniza, Papá Niebla, Papá Dios y Papá Abismo, encerró a sus hijos entre secuoyas perdidas en un monte mágico o mítico, la Montaña del Tigre.

La estancia problemática de Nada en el presunto manicomio reaparece a lo largo de la enrevesada trama a la manera de hilo que engarza las cuentas de una abigarrada peripecia familiar de corte más o menos realista. El Capitán y su mujer, Madreselva, sacan a sus cinco hijos (Nada, la narradora, y sus hermanos, a quienes el padre quitó los nombres y los bautizó como Cuarzo, Rayo, Columbina y Cachorro) de la ciudad andaluza en que residen, “Graná”, y los trasladan a un bosque recóndito y tenebroso.

La razón de esta excursión /secuestro se debe a las creencias del Capitán, un chiflado a quien acompaña la empastillada Madreselva. El ideario del Capitán conjuga una mezcla explosiva de militancia contra la civilización y de fundamentaismo naturalista. Este talibán arrastra a los suyos a una cadena de sucesos gravísimos signados por la violencia que resultan, en unas cuantas ocasiones, estremecedores. Sangre abundante, atrocidades varias, crueldades insólitas, cainismo, incesto, enfrentamientos salvajes, suicidio y hasta antropofagia llenan el libro. Algunas escenas revuelven el estómago por la acumulación de truculencias y exhibición de casquería.

Navarro hace alarde de una libertad imaginativa sin coto. La trama anecdótica que en buena medida filia la novela con un relato de aventuras (terribles, eso sí) se contamina también con las narraciones de terror. Por otra parte, este mundo espantosamente cruel y esta epopeya de la maldad; este conjunto de rasgos que enmarcan el aprendizaje de la vida por medio de experiencias espeluznantes bascula entre descripciones minuciosas de sevicias y variadas clases de salvajismo naturalistas e hipérboles que producen paradójicos efectos humorísticos.

En esta abigarrada invención patentiza el autor su singularidad. Se ve en el anecdotario. Por un lado, una fábula visionaria apunta a sentidos simbólicos. Por otro, y al contrario, tenemos el realismo costumbrista del hambre y las privaciones en el monte de esos excéntricos robinsones. Conviven componentes del todo irreconciliables, lo metafísico figurado en el místico ascenso a la montaña mágica y lo cotidiano encarnado en detalles como las furgonetas ruinosas que la familia utiliza de alojamiento, los atracos que el Capitán comete en incursiones a pueblos cercanos o el funcionario de la Junta que busca proteger a los niños. También la peculiaridad afecta al estilo: se evidencia en el léxico coloquial y en las transcripciones fonéticas populares (“pa”, “abogao”, “carapicá”…).

Dando por buena la aleación contra natura de aventuras, terror, leyenda, mito y un pellizco de estampa contemporánea, con frecuencia todo ello de tintes tarantinescos, puede uno disfrutar con la historia de esa niña Peter Pan que quiere detener su vida en el estado de crisálida. Con tal cantidad de atrocidades, lo de disfrutar es, claro, una manera de hablar. Creo que me explico.

—Santos Sanz Villanueva