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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Fernando Navarro habla sobre «Crisálida»: en nombre del amor cometemos las mayores barbaridades — La Lectura, El Mundo — 21 de febrero de 2025

Años antes de crear el áspero y lorquiano universo de Malaventura, el inquietante acid wéstern andaluz que fue su exitosa carta de presentación literaria, el escritor y guionista Fernando Navarro (Granada, 1980) –la pluma detrás de filmes como Verónica, Orígenes secretos o Segundo Premio– tuvo una idea para una película. Jugando con la hibridación en la que tan bien se mueve, el autor pretendía hacer una mezcla de novela de aprendizaje, historia de aventuras y cuento de terror gótico para narrar la historia de una familia, dos padres y cinco hijos, que se echa a vivir al bosque huyendo radicalmente de la sociedad.

«En un principio, sólo era una sinopsis para una película que iba a rodar con una directora alemana sobre la familia, un tema muy típico de la tradición centroeuropea, pero quería hacer algo un poco más salvaje, más violento, más mediterráneo», cuenta Navarro sobre el origen de Crisálida (Impedimenta), una inquietante y cruda fábula, onírica, metafórica y profunda que, a través de esta sencilla historia de abandono del mundo aborda temas como la degeneración hacia el salvajismo del
ser humano, el desamparo infantil y la imposibilidad de crecer o la necesidad de crearnos rutinas y mitos para sobrevivir. «La película finalmente no salió, pero la historia iba llamándome cada poco tiempo. Solamente me faltaba encontrar la voz», prosigue el escritor. Y es que una de las claves de Crisálida es la perturbadora y poco fiable narradora, Nada –o Ná, como la llaman sus hermanos–, una adolescente que recrea internada en un psiquiátrico cómo fue el descenso a los infiernos y la libertad que vivió su familia. «Estaba muy perdido, hasta que me dije: ¿Quién cuenta esto? ¿Cómo lo cuenta? ¿Cómo expresa ese trauma? ¿Diría esto, esta niña contaría esto, se atrevería incluso a pensar en esto? Y cuando encontré la voz y pude destilarla en esa primera persona y esa manera de hablar que tenía la niña, fue cuando la historia salió sola», relata Navarro.

Así, Nada nos cuenta desde su encierro en el sanatorio cómo su padre, el Capitán, un hippie buscavidas y fracasado, levemente drogadicto y de buena y opusdeísta familia, decidió un buen día dejar atrás la corrupción de un mundo que le rechazaba e irse con su mujer y sus cinco hijos a una remota zona de Sierra Nevada. «Nos movía como si fuera un dios porque
siempre pensó que era un profeta un santo un elegido. Nuestro jefe. Nuestro amo. […] No éramos niños, éramos sus soldados, sus juguetes, sus esclavos, sus discípulos, sus muñecos», escribe la protagonista en recuerdos fragmentados, plagados de saltos temporales, alucinaciones entre místicas y psicodélicas y reveladores silencios.

El primero, el de sus nombres, que el padre les hurta nada más llegar, antes de comenzar un régimen cruel lleno de violencia que va, poco a poco, deshumanizando a la familia. «El padre es un personaje ambiguo, es cruel y arbitrario, pero los lleva al bosque por amor. Él quiere a sus hijos y cree sinceramente que en realidad los está salvando de un mundo terrible que a él le ha destrozado. Lo que demuestra que en nombre del amor cometemos las mayores barbaridades», reflexiona Navarro que, como guiño a sus lectores, reconoce que este hombre está inspirado en el protagonista del último relato de Malaventura, pero «hipervitaminado». «Me gusta explorar estos personajes oscuros, estos villanos tipo el capitán Ahab, Long John Silver, el Kurtz o el Lord Jim de Joseph Conrad, cuya complejidad y capas los convierte en seres fascinantes», dice. «Nunca sabemos por qué decide irse, pero se intuye, y quería reflexionar sobre este gesto tan romantizado, casi más punk que hippie, de romper con el mundo, de abandonarlo todo, que es muy seductor y al mismo tiempo muy insensato».

Insensato porque, como refleja la novela, la naturaleza no es un territorio agradable ni humano. «Estoy en contra de ese mito moderno del Walden de Thoreau que nos ha vendido la naturaleza como ese lugar de retiro idílico. No entiendo esta fiebre neorruralista actual. La naturaleza siempre es salvaje, no idílica», defiende Navarro. «Cuando se dice eso de que la naturaleza nos salvará, yo pienso en lo contrario. Salvando los excesos, la tecnología, el alcantarillado, la electricidad… todo eso es lo que nos salva y nos permite estar sanos y no volvernos salvajes. El bosque de esta novela es un territorio hostil, hay un frío helador, si no cazas, no comes. O matas o te mata».

En este sentido, la novela encierra una crudeza angustiante que nace de la dura realidad a la que se ven abocados estos niños, que pronto deben luchar por sobrevivir en la más absoluta precariedad moral y material. Sin embargo, la violencia, que la hay, nunca es gratuita. «No buscaba hacer un libro desagradable, sino que fuera crudo, salvaje, porque el hombre es muy salvaje, y en estado salvaje, es más salvaje todavía. Sin querer buscar el escándalo ni hacer nada especialmente truculento, sí que necesitaba que los personajes estuvieran libres y se comportaran con libertad. Y en libertad, unos niños pueden ser muy peligrosos», apunta Navarro, que cita como referentes de historias de niños perversos obras como El hijo cambiado, de Joy Williams o Claus y Lucas, de Ágota Kristóf. «Por eso, junto a la violencia añadí muchos elementos de lo que podrían inventar unos niños en esta situación, juegos, animales imaginarios, canciones… Todo un mundo onírico que, en buena medida a través del lenguaje, suaviza lo narrado. Como decía Foster Wallace: ‘La literatura tiene que confortar a los que están perturbados y perturbar a los que están tranquilos’».

Así llegamos al tema clave de Crisálida, que no es otro que la infancia, explorada aquí en todas sus formas. «Siempre me ha interesado la infancia como tema. Es verdad que mi generación se crió mucho con esto, con las películas de Víctor Erice o Carlos Saura, narradas siempre desde la mirada del niño. Quizá por eso me interesa la mirada infantil hacia el mundo, ver la realidad con ese filtro que no es inmaduro, sino inocente y sabio a la vez, infantil», explica el escritor. «Siempre se habla del paraíso de la infancia, impera esa idea, como decía Panero, de que la infancia se vive y después sólo se sobrevive, pero yo quería explorar lo contrario, el desamparo, el abandono, qué pasa cuando tu infancia se ve interrumpida y debes convertirte en un niño adulto».

No obstante, Navarro defiende que aún en el peor de los casos, «incluso si es dura y cruel, la infancia sigue recordándose con nostalgia. Bl escritor J. G. Ballard -el autor de culto de El Imperio del sol que pasó parte de la Segunda Guerra Mundial encerrado en un campo japonés- siempre contaba que los mejores anos de su vida fueron los del campo de prisioneros, cuando era niño, creciendo, y que aunque pasaba era hambre, frío, no dormía, pero estaba jugando, la vida era un juego, había posibilidades…», relata. «Hay un momento de el Capitán que me gusta cuando, desde su mente desquiciada, dice a sus hijos: ¿No os dais cuenta de lo que de crecer si lo mejor es esto?. En cierto sentido, tiene razón. Si esos niños pudieran hablar siendo adultos, recordarían los años en el bosque, a pesar de su brutalidad, sus privaciones, su locura, con alegría y nostalgia».

No nos compete desvelar todo lo que ocurre en la novela, pero aunque lo hiciéramos, no cambiaría en buena medida la experiencia del lector, porque Crisálida es mucho más que esta simple historia. Una virtud que nace del uso del lenguaje y del particular universo creado por Navarro, que bebe mucho de su trabajo en el cine y sus referentes literarios. «Me gusta cuando una cosa real puede convertirse en un cuento a través de lo hipnótico y de lo psicodélico, eso que decía David Lynch, que en paz descanse, de que para él las películas eran sueños», apunta. «Y también me gusta cuando la literatura se desliza hacia lo inquietante, hacia lo fantástico, como las obras de Pilar Pedraza, Cristina Fernández Cubas, Pilar Adón, Cartarescu, Kafka…».

«Antes que nada soy lector, y me fascina cuando encuentras un libro en el que hay algo en el lenguaje que no te esperabas. He querido plantear este juego a quien lo lea, que diga: No me esperaba que esto iba a estar contado desde esta niña, que b a a hablar así, que iba a callarse en este momento, que iba a ver esta elipsis, que de repente iban a saltar a una muerte cuando parece que estaba todo en calma, que iba a haber dos espacios…», explica. «Mi intención es llevar a la gente a sitios que no se imaginaba al abrir el libro, que leer la sinopsis no le lleve a ningún lado y dé igual. La idea es que el lector elija qué ha pasado con la niña, que decida dónde le gustaría que fuera más feliz y dónde la quiere situar, si en una piscina flotando feliz, en un bosque perdida, en una cueva con un gigante… Esa es la magia de la literatura», concluye.

—Andrés Seoane