Después de ‘Sinsonte’ y ‘Las huellas del sol’, dos estupendas novelas de ciencia ficción publicadas en los ochenta, Impedimenta recupera ‘El buscavidas’, la primera novela de Walter Tevis. Apareció en 1959, cuando el autor californiano apenas superaba la treintena. Dos años después llegó su famosa versión cinematográfica: una película dirigida por Robert Rossen en la que Paul Newman interpretó uno de sus grandes papeles. Vaya por delante la impresión de que la novela es aún mejor que la película. Entre otras cosas, porque la película extrema lo que en el libro soporta peor el paso del tiempo, que tiene que ver con cierto exceso de patetismo a la manera de Tennessee Williams.
Además, la mirada de Rossen brilla en las superficies turbias mientras que la escritura de Tevis deslumbra como un foco cuando profundiza en la naturaleza de su protagonista. Si la película es una historia de billar y desencanto, la novela es además una obra personal y significativa sobre el conocimiento, es decir, sobre el aprendizaje.
El argumento de ‘El buscavidas’ es conocido: Eddie Felson llega a Chicago para desafiar al Gordo de Minnesota, el mejor jugador de billar del país. Felson tiene el talento, pero no el carácter para imponerse a los grandes tiburones sobre el tapete de la mesa de billar: «el rectángulo de un verde fascinante, casi místico, del color del dinero». En su ascenso hacia un trono sombrío (el final abierto de la novela también es mejor que el de la película), el joven cambia de mentor, profundiza en el mundo de las apuestas y se enamora de una estudiante autodestructiva a la que conoce una madrugada en la estación de autobuses. Todo sucede con gran fluidez. Tevis es un narrador conciso y eficaz que construye a su protagonista poniéndolo en acción. Y, sin embargo, en la novela abundan los momentos memorables en los que la consistencia del tiempo parece adensarse y cambiar.
Sucede, por ejemplo, en la salvaje partida inicial entre Eddie y el Gordo. O en la epifanía que experimenta el protagonista tras vencer a James Findlay, cuando, con los sentidos aún extremados por el juego, el protagonista llega a captar «la sensibilidad y la hondura de las impecables líneas del grabado» de los billetes obtenidos. Otra de las singularidades de Tevis es una especie de don para transmitir la fuerza de una pasión obsesiva: el ajedrez en muchas de sus narraciones, incluida ‘Gámbito de dama’, y el billar en estas páginas.
Su secreto es apelar a la fascinación antes que a la especificidad. Incluso el lector que en su vida haya cogido un taco puede entender plenamente que esta es una gran novela sobre el mundo del billar en la que cuesta encontrar una referencia al juego que sea innecesaria.
—Pablo Martínez Sarracina