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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

En el canto XXIV de la «Odisea» asistimos a uno de los momentos más conmovedores de la literatura universal. Regresado a su reino de Ítaca tras un agotador periplo, y satisfecha al fin la venganza en el cuerpo de los pretendientes, todavía disfrazado de mendigo, Ulises se reencuentra con su anciano padre Laertes. Receloso Laertes de la identidad de su hijo, Ulises le entrega dos pruebas que confirman quien dice ser. La primera, mostrarle la marca de la herida que un jabalí le infligió hace tiempo; la segunda, recitar el nombre y número de los árboles (trece perales, diez manzanos, cuarenta higueras, cincuenta hileras de vides) que, durante la infancia del héroe, su padre le confió. Tras dicha enumeración, Laertes siente que sus rodillas flaquean antes de que padre e hijo se fundan en un abrazo emocionado. «La muerte es un cerezo que florece sin ti», asegura Gueorgui Gospodínov en «El jardinero y la muerte», el texto que indaga en la enfermedad y muerte de su padre, cuya dedicación al jardín familiar es el núcleo de este libro universal y, al tiempo, absolutamente íntimo, en el que un hijo inventaría los últimos meses, pero también los años de esplendor y fuerza de su progenitor perdido. Cifrado en una prosa diáfana, de una transparencia leve, y teñido por el clima de la elegía, «El jardinero y la muerte» abunda en una literatura del duelo que confía a la escritura tanto la posibilidad de significar un rescate de lo vivido como la evidencia de construir un asilo para la ausencia. Gospodínov no sólo escribe para no olvidar quién fue su padre, sino para hacer habitable el vacío que la orfandad impone al desaparecer quien le entregó la vida. Y lo hace valiéndose de las imágenes (los ciclos estacionales, la regeneración del terreno, la engañosa fragilidad de lo vegetal) que la botánica organiza al modo de una radiante metáfora de la existencia. El árbol es más longevo que quien lo planta. O como el autor diagnostica en la frase que inaugura el libro: «Mi padre era jardinero. Ahora es jardín». Sean reyes o escritores, la mayoría de hijos regresan para ver morir a sus padres. Teñido por la sombra de la nostalgia o por el filo del sarcasmo, por una ira inaudita o por el más puro amor, ese reencuentro supone un parteaguas en la vida de quien queda y, en especial si la biología ha satisfecho su trámite y el padre fallece a una edad venerable, la pérdida interroga al sobreviviente acerca de su propia suerte. No en vano, la desaparición del padre supone el adiós del único intermediario que media entre la muerte en tercera persona y la muerte en primera persona. Cuando el padre rinde su vida, se rompe para el hijo la membrana que separa el concepto abstracto de la muerte genérica del concepto empírico de la muerte propia. Un aprendizaje que este hermoso libro expresa con la rotunda sencillez de los dictados del corazón.

—Ricardo Menéndez Salmón