A los libros se les sigue la pista casi siempre gracias a otros libros. Como una teoría de los seis grados aplicada a la literatura. Unas lecturas encaminan a otras y estas a lugares desconocidos que van configurando un mapa literario-sentimental disperso entre los estantes de las bibliotecas. Las mismas estanterías donde siempre hay en espera territorios por anexionar pendientes de lectura. Impedimenta edita en español este Trazado. Un atlas literario. Una edición cuidada con mimo –en tapas duras y las guardas rojas–. Un manual para bibliófilos. Un atlas para aquellos que quieran no sólo tener ordenada su biblioteca, sino también el recorrido de los personajes de algunos de los libros que son comunes en muchas de ellas. Por si alguna vez se pierden. O para perderse en ellos alguna vez.
Un mapa le habría venido bien al Ulises de Homero en la Odisea. Una carta con la que orientarse dentro del poema épico en aquella Grecia del siglo VIII a.C. y su cosmogonía mitológica. Según éste, el inframundo está al noroeste y al sur la isla de las sirenas o esa otra del cíclope Polifemo. Este mapa lo habría agradecido el protagonista de Homero, en horas bajas, para reconducir sus pasos hasta Ítaca. Pero qué habría sido de la literatura en general sin las desventuras de Ulises.
A la literatura de viajes nunca le había salido un compendio de itinerarios tan bello. Para los lectores que alguna vez soñaron con caminar junto a Hamlet en su locura, navegar en el Pequod a las órdenes del capitán Ahab o caminar por el Londres victoriano y navideño de Charles Dickens. Frente a los que dicen que los libros son caros queda el consuelo de los lectores que entendieron que conocer mundo nunca fue tan barato. Descender el Misisipi junto a Huckleberry Finn y Jim. Sin riesgo de ahogamiento en el mismo río del que Samuel Langhorne tomó su pseudónimo: Mark Twain. Por la tarea en aquellos barcos en los que trabajó antes de dedicarse al periodismo y a la literatura y que debían ir midiendo lo profundo del cauce para asegurarse la navegabilidad.
Con estos mapas el ilustrador norte americano Andrew DeGraff va bordeando las páginas de algunos de los principales volúmenes de la literatura universal y confeccionando un plano tras otro de mundos antiguos y nuevos que hasta ahora sólo estaban representados en la imaginación de cada uno de sus lectores. Va levantando una suerte de cabos, golfos y otros accidentes del relieve de aquellas lecturas que a él –según afirma en el libro–, gracias a su madre, maestra, le han ido marcando. El libro se encarga de cartografiar y someter a revisión las diecinueve obras seleccionadas. Los textos, de Daniel Harmon y traducidos por Anoldo Langer, a modo de breves sinopsis que preceden a cada uno de los mapas, van sirviendo de introducción. «Una joya para letraheridos» que más que a encontrarse o ubicarse, valga la contrariedad, invita a perderse en esos escenarios de los que una vez se fue inquilino o de los que aún están por explorar.
Dar la vuelta al mundo, dependiendo del tiempo disponible de lectura, lleva menos rato en la obra de Julio Verne que a la manera de su personaje Phileas Fogg; en ochenta días. Este atlas es una mezcla entre el dibujo y la prosa, desarrollando en las distintas ilustraciones un compendio de topónimos entre lo sentimental y lo sintomático de las historias acaecidas a los personajes en esos lugares. Es el caso de Robinsón Crusoe. En el primero de los mapas correspondientes que aparece en este libro, la isla se encuentra dividida entre la playa de «nada que beber ni que comer» y las cumbres de la «desdicha». Y es que los sentimientos y las emociones bien necesitarían en ocasiones un mapa como «lugares» con geografía propia.
El camino de los protagonistas lo marcan distintas flechas cromáticas que van trazando sendero como si de huellas se tratase. La biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges o Informe para una academia de Franz Kafka son alguna de las obras que encuentran su plano en este volumen. También El hombre invisible. No el de H. G. Wells, sino el de Ralph Ellison.
La pregunta se hace clara. Cómo no embarcarse de polizón, y en tercera aunque fuese, en cualquiera de los periplos a los que se va siguiendo la pista en estas páginas. Como Julio Camba adolescente camino de Argentina. Un género, el de viajes, que viene de atrás. Empezando por los Evangelios. Después obras como el Cantar del Mío Cid, El Lazarillo de Tormes y hasta el Libro de las Fundaciones de Santa Teresa de Jesús. Viajar, como una huida hacia adelante. Emprender viaje a tierras aún desconocidas por uno mismo. El viaje como objeto artístico, porque toda novela es contar un viaje. O aquello otro que decía Ortega de «los libros de andar y ver». Precisamente a la aventura de cartografiar algunas de éstas tierras de novela se ha lanzado DeGraff, como si de Américo Vespucio se tratase. Una empresa para la que hay que recorrer miles de páginas sin moverse de la mesa de trabajo al modo de un marino de secano. Una propuesta en la que un mapa conduce a otro y todo desde el sillón de casa. Porque viajar, como escribe Juan Tallón, «no es necesariamente una modalidad de movimiento en el espacio. Viajar es un género en sí».
Siguiendo las páginas de este libro se tiene el mismo deseo que Cavafis en uno de sus versos: «Cuando te encuentres de camino a Ítaca, / desea que sea largo el camino…». Y con ese deseo se recorren las páginas de este volumen, esperando que los mapas y los títulos de este atlas literario no terminen. Aseguran los autores que les «sobran ideas para extender la obra y elaborar las correspondientes secuelas». Como sugerencia, recordarles para futuros libros que el Quijote quizá sea el libro más universal de viajes –de venta en venta–, como defiende el catedrático Juan Oleza.
Guillermo Garabito