cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Vivía en un pequeño pueblo de Bulgaria, trabajaba con inmenso amor y pasión su jardín. Se sabía de memoria muchos poemas «fuera del canon» y era conocido por ser un narrador sin igual, a la manera de «un pastor de pequeños rebaños de historias».

Su hijo había volado hacía tiempo más allá de aquellas estrechas fronteras y se había convertido en un célebre escritor: Gueorgui Gospodinov (Yambol, 1968) autor de maravillosas y fascinantes novelas y relatos, de una imaginación portentosa, que probablemente tenían que ver, en una gran parte, con aquel prodigioso y a la vez cotidiano humus en el que había crecido desde pequeño.

Cuando vio acercarse el final de aquel «héroe de la infancia» que era su padre, venciendo una tristeza abismal, agazapada en cada mínima conversación, en cada nuevo diagnóstico despiadado, en cada jocoso recuerdo familiar, en cada lento movimiento iniciado con dificultad, se puso a escribir una maravillosa elegía o diario de sus últimos meses, dedicado al que para él seguía siendo «el más hermoso, el más alto, mi padre».

Una elegía, a la altura de la que Mallarmé escribiría para despedir a su hijo (‘Un tombeau d’Anatole’) de poesía desgarradora y llena de emoción, incluso en las partículas más imperceptibles de aquel «horror metafísico» incomprensible, intolerable, que era la muerte, que él titularía precisamente así: ‘El jardinero y la muerte’.

Un hijo que, hasta entonces, siempre se estaba marchando, pero que se acostaría a su lado, para acompañarlo en sus últimos momentos, sin separarse ni un instante de él. En aquellos meses, cuando todo era ya irreversible, cuando su padre se enteraba de que su hijo escritor tenía nuevas invitaciones a las que acudir, siempre le decía «no las rechaces».

Siempre lo había llamado antes de irse de viaje. Y su hijo luego lo recordaría, notaría su presencia con una intensidad que conjuraba ausencias y despedidas, justo en los espacios que nunca habían compartido, en los aeropuertos: «Mi padre aparece de sopetón, sin previo aviso. Ya puede acompañarme tranquilamente a cualquier parte, los escáneres no lo detectan, deambulando con aquella elegancia del viajero sin equipaje».

Notaría su presencia con una intensidad que conjuraba ausencias, justo en los espacios que nunca habían compartido, en los aeropuertos

Por fin, a aquel padre que incluso sabía fracasar en los pequeños fracasos llegados tras el derrumbe del sistema en el que había crecido, la Bulgaria socialista, sacando sin cesar de ello «buenas historias», se le presentaba la oportunidad de volar, de viajar: «Antes no te dejaban salir, luego cuando sí te dejaban no había dinero».

Experto en el arte nada fácil de completar los más laboriosos crucigramas, en los que volcaba tanta pasión como con sus plantas y flores, aquel «Atlas que sostenía sobre sus hombros toneladas de pasado», la mayor parte de las veces con buen humor y no pocos chistes, aquel padre aparentemente normal, pero siempre con toques «diferentes» que lo hacían distinto de la vulgaridad ambiental, fue un productor incansable de anécdotas.

Unas anécdotas que hacían las delicias de muchos y que pespunteaban, cómicamente, los relatos que contaba «injertados con tal maestría, que la historia florecía y echaba frutos cuando era él quien la contaba». Su hijo iría apuntando muchas de ellas en un cuaderno, como auxilio y «anestesia», para cuando tuviera que echar mano de ellas y recordar a su padre con esa mezcla de lágrimas y risa con la que se recuerda a seres únicos e inmortales a su manera.

Una de ellas «como sacada de una película de Fellini» que parecía estar destinada a sobrevivir «más allá del tiempo» o más allá de la convención del tiempo, como pasaría en la clínica suiza de aquel genio estrafalario que era el doctor Gaustín de la novela de Gospodinov ‘Las tempestálidas’, tenía que ver con el primer cáncer operado y superado de su padre. En su pueblo, con esa afición morbosa que se tiene en muchos pueblos pequeños, ausentes de grandes noticias, por propagar rápidamente los peores rumores, se comentaba que su padre no había superado la intervención.

Entonces, completamente vestido de blanco, «a lo Mastroianni», con un pequeño borsalino blanco que le prestarían y un elegante pañuelo al cuello, desafiante, se pasearía tan tranquilo por la plaza del pueblo, frente a la taberna en la que boquiabiertos ancianos que lo creían «criando malvas» bebían sus mastika. «Si tuviera a quién, seguramente hoy mandaría un mensaje así: Mi padre se ha ido. No sé qué hacer», dirá al final de su bellísimo relato su hijo escritor.

—Mercedes Monmany