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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Gueorgui Gospodínov (Yambol, Bulgaria, 1968) le ha escrito a su padre uno de los epitafios más hermosos de la historia. Tiene más de 200 páginas, reunidas en El jardinero y la muerte (Impedimenta), pero se leen con la intensidad de un poema breve, denso y entrañable. Recién consagrado por Las tempestálidas (Fulgencio Pimentel), novela ganadora de los premios Booker y Strega, a Gospodínov le llegó la noticia de la enfermedad terminal de su padre, un hombre bueno que pasó sus últimos años cultivando un jardín y amando la vida.

El escritor, desbordado por la noticia, acudió a su refugio natural. En entrevista para THE OBJECTIVE recuerda que, a los siete años, la posibilidad de perder a su padre mientras arreglaba un pozo le provocó su «primera pesadilla recurrente» y el «primer motivo para escribir»: apuntó la historia en una hoja de un cuaderno de notas de su abuelo y nunca más volví a tener ese sueño. «Tampoco lo olvidé nunca. Ese fue el precio».

Medio siglo después, cuando supo que a su padre solo le quedaba un mes de vida, comenzó a escribir en otro cuaderno. «Al principio no sabía que iba a publicarlo. Solo quería guardarlo todo en mi cuaderno: preservar todos esos gestos, todas esas palabras, la manera en que esperaba la muerte con una dignidad especial, con esa ironía suya. Y después de su muerte continué escribiendo porque… No sé… quería pensar sobre lo que sucedió».

Llegó entonces la epifanía del poeta que era cuando comenzó su carrera, antes de centrarse en la narrativa. «La idea del libro surgió cuando se me apareció una frase: ‘Mi padre era jardinero. Ahora es jardín’. Así arranca». La experiencia de la enfermedad y la muerte ha abonado una fusión magistral. Si impactos como el de la frase inicial remiten a la lírica más emotiva (a veces con ribetes metafísicos, pero siempre con el asidero de la experiencia), el hilo argumental y la pericia estructural lo hace a la novela. Y el contenido, a la autobiografía. Y el despliegue cervantino de historias, al libro de relatos. Incluso hay toques de realismo social en el retrato de una generación sometida al yugo comunista y abrumada por la transición.

Pero el jardín es algo más. El centro. «Cuando me llegó esa primera frase, sentí que me cerraba el proceso. Sabía que iba a ser una escritura distinta. Volví a hacerlo a mano, por ejemplo, algo que no hacía desde mi primera novela. Decidí que iba a contar esta historia y ser tan valiente como pudiera para mantener la luz, porque mi padre era así. El jardín como antídoto de la muerte. De hecho, creo que es un libro más sobre la vida que sobre la muerte. No hay nada interesante en la muerte. Ahí no hay historias».

Dolor

El año pasado, cuando se cumplía el primer aniversario de la muerte, se publicó en Bulgaria. «Allí lo presenté solo una vez, en una ciudad cerca del mar. Decidimos limitarnos a leer el libro, pero sabía que yo no podría hacerlo. Invité a un actor búlgaro muy famoso para que lo hiciera. Empezó, pero tuvo que parar. Al final nos quedamos escuchando mi canción favorita, tocada al trombón por un amigo, todos llorando». No quiso repetir en su país, y la gira actual por España, la primera, tiene un efecto casi terapéutico: «Quería hablar del libro, porque estoy seguro de que mi padre apreciaría que lo hiciera con sentido de humor y tranquilidad, y esto me está ayudando».

El jardinero y la muerte no rehúye el dolor. «Estamos hablando de un final, por supuesto, pero ¿dónde empieza el final? Creo que me he hecho pis encima, dijo mi padre en el umbral. Estaba en el marco de la puerta de entrada, dolorosamente consumido, algo encorvado, con esa inclinación característica de las personas altas». Pero el dolor del principio/final, que reaparece una y otra vez, se llena de luz cuando el gigante (en todos los sentidos) lo niega con historias llenas de vida. En una cita médica memorable, «la enumeración de sus enfermedades sonaba tan épica como la enumeración de los barcos en la Ilíada. Incluso más exuberante y pintoresca, casi como la forja del escudo de Aquiles. Esas historias lo tenían todo: el cielo, la tierra, las dos ciudades, el pueblo con todas sus estaciones, el verano y la siega, el otoño y la vendimia, el invierno y la Navidad, con la matanza del cerdo como capítulo aparte».

Gospodínov, por cierto, no disimula su cercanía con el realismo mágico latinoamericano: «También en la Europa del Este nos sentimos en la periferia, y es ahí donde aún se puede creer en los milagros, en lo irracional». Autores hoy tan reconocidos como el rumano Mircea Cartarescu, la polaca Olga Tokarczuk o la bielorrusa Svetlana Alexiévich militan en una interesante generación: «Somos buenos amigos y estamos conectados. Hemos pasado nuestra en un contexto similar y eso nos da un punto de vista entre mágico y realista, entre trivial y sublime».

Frente a la selva de García Márquez –«él y Borges son los escritores que más me han influido»–, el jardín de Gospodínov agrieta el cemento del realismo socialista que sufrieron los búlgaros de la generación de su padre, cuya afición por la jardinería comenzó solo hace 17 años: «El médico le diagnosticó un cáncer y le dijo que no iba a vivir más de un año. Entonces se le ocurrió una buena metáfora: moriré, pero dejaré un jardín. Curaba así la nostalgia de su infancia, porque en su edad adulta había tenido que mudarse de un piso a otro, y quería dejarle un jardín a la infancia de su nieta, mi hija. Eso le salvó la vida. No sobrevivió una segunda vez, pero ahora tenemos grandes árboles, flores…»

El jardín es el punto de encuentro. La familia. El héroe le regatea al médico unos meses más para poder reunir a toda la familia el día de San Jorge, patrón de Bulgaria. Esta vez el realismo mágico no surte efecto y el padre muere diciembre. Entonces su hijo, de nombre Gueorgui, toma el relevo, como explica en un epílogo memorable: «Termino el libro en esa fecha. Es el Día de San Jorge. Me gusta un icono del siglo XIII del Sinaí que muestra a un san Jorge sin lanza, sin caballo y sin dragón. Su rostro es inocente y mira hacia abajo, de lado. Un rostro de tristeza y esperanza». Pero la última frase es, tenía que ser, de su padre. La decía a menudo y puntúa diferentes escenas del libro: «No hay nada que temer».

—Ángel Peña